Aquella noche, el Partido Comunista Dominicano ofrecía una cena y un concierto, si mal no recuerdo, como parte de una actividad de recaudación de fondos. Debía ser muy a principios de los años ochenta, y debido a mi extrema juventud, me sentí fascinada al verme entrar por primera vez en mi vida al local del PCD de la mano de mi novio, un estudiante de sociología de la UNPHU, que en ese entonces, coqueteaba con la élite izquierdista de moda, codeándose con algunos de sus más connotados miembros.
La cena consistía en un montón de yuca sancochada con cebolla roja y algo de carne. El público, ni muy escaso ni muy nutrido, se componía en su mayor parte de miembros y simpatizantes del PCD, aunque en algún momento escuché decir en voz baja que este o aquel eran “agentes de la secreta”, supuestamente presentes allí con la finalidad de “vigilar” lo que hacían los comunistas. Eso me fascinó aún más, así que me dediqué a observar con curiosidad el mundillo que me rodeaba. Recuerdo haber avistado a una mujer alta y delgada, más parecida a una Neffertiti moderna que a una militante comunista. Me llamó la atención la elegancia que le proporcionaba su cuello largo, su sonrisa de Gioconda, su melena a lo Ali MacGraw, su manera de mirar, como si se supiera observada y adorada por todos a su alrededor, y en efecto, así era. Luego supe que se trataba de Noris Eusebio, a la sazón, compañera de Carlos Dore, en ese entonces, dirigente del PCD. Desde mi perspectiva de adolescente poeta que recién sacaba la cabeza del cascarón, los veía como si se tratara de personalidades inalcanzables, aunque para nada no lo fueran.
Entonces llegó Luis. Entró precedido por Lara, un inquieto diletante de la época, muy conocido por los linderos de la calle El Conde. De Lara se rumoraban muchas cosas que ahora no vienen al caso, pero que lo hacían un personaje bastante enigmático especial. Por aquella época, andaba siempre delante o detrás de Luis, como si fuera su manager o espaldero. Sin embargo, la presencia de Luis en aquel espacio robó por completo toda la atención. Su carisma fuera de serie, los vaqueros rotos, la camiseta pegada a una fisonomía atlética por naturaleza o acaso producto del malpasar, los tennis sucios como a propósito, el pelo ni afro ni shaggy, frondoso, desordenado. Aquella noche, Luis –Terror—Días lucía como si acabara de regresar de la guerra, de una lucha frontal consigo mismo, con los embates de la vida, del arte, y la inigualable y difícil situación de ser él.
Quienes estaban sentados junto a mí murmuraron con cierto dejo de despectiva conmiseración, que el cantautor estaba “en mala”, que acababa de regresar de Nueva York donde no le fue bien, y por eso, el PCD quería ayudarlo. Luis, por su lado, apenas saludó a nadie. Tomó la guitarra eléctrica que le acompañaba, y arrancó a tocar y cantar. Algo se quebró en el ambiente en ese instante. Se quebró para bien, para romper moldes, poses, cercos, pensamientos, ideologías, posturas y postulados que de tan intelectualmente rígidos, llegan a ser limitantes. Luis, su música y su forma de ser eran algo totalmente fuera del cajón, un artista iconoclasta como pocos, tan fiel a sí mismo que metía terror, sobre todo en un medio como el nuestro, creado y re-creado en base a otro tipo de terrores.
Esa noche, algunos le ningunearon, criticaron e incomprendieron. Esperaban al Luis de Convite, así que se preguntaban qué hacía ese “rockero” venido de los nuevayores cantando para los comunistas. Otros quedaron en shock, y otros tantos, le respaldaron a fuerza de gritos y aplausos.
Personalmente, aquella actuación de Luis representó una especie de bautizo de fuego en mi manera de sentir y vivir la ciudad, la literatura, el arte, mi juventud y tiempo. A partir de entonces, ya nada sería igual. Más adelante, vendría la época del Invi’s paradise, otra etapa luisdiana en mi vida. Pero eso será tema para otro artículo en el que no recordemos la partida física de Luis, sino su oportuna llegada.