¿De qué me sirve como dominicano un Récord Guinness? ¿Ante quien podemos pavonearnos de tener un récord que nadie o casi nadie ha querido en su vida? ¿Atrae prensa mundial o turismo?… ¿O será simplemente un viaje del ego, de 15 minutos de fama de otro que arriesgó su vida por querer ser reconocido y querido?
Recuerdo en mi adolescencia la celebrada figura del nadador dominicano Marcos Díaz, hoy viceministro de deportes. Lo conocí impartiendo una charla de esas de coaching a mi grupo en el colegio. Tenía muy buena prensa. Los medios lo reseñaban como el gran nadador mundial.
Desde esos tiempos mi problema con su figura era que no entendía contra quien competía; ¿Cuantas personas habían tratado de hacer lo que él hacía? ¿A quién le importaba lo suficiente para llevar esas estadísticas? ¿Cuantos querían ser el mejor nadador en esas distancias exageradas que él elegía? Porque a mi juicio para exceder en una disciplina necesitabas el desafío de los mejores atletas y eso lo atraía la popularidad de la competición.
A pesar de que hoy puedo reconocer que todo logro requiere esfuerzos, mi juventud no me permitía celebrar un dominicano como Marcos Díaz, porque quería un Michael Phelps. Uno de medallas en el pecho, que competía contra los mejores del mundo en una disciplina de natación admirada. Porque al final la verdadera hazaña deportiva no se encuentra solo en el esfuerzo, sino en el esfuerzo competido que nos hace sobresalir.
Y aquí entramos entonces al caso de los Récord Guinness y la República Dominicana. En 2012, el Ministerio de la Juventud apadrinó unos jóvenes para que leyeran por 42 días consecutivos y figuraran en el Récord Guinness, convirtiéndonos en "la nación del mundo que más tiempo ha durado leyendo continuamente y en voz alta". La acción se promocionó como una acción cultural, que era parte del rescate de la literatura, por la cual el mundo iba a ver que éramos “el país más lector del mundo”.
De nada sirvió.
Porque son espectáculos, y la publicidad de valores o patriótica que acompaña estos espectáculos mueren con ella, son igual de obsoletas. Nadie con discernimiento cree que el nado de Marcos Díaz sirvió para fomentar los Objetivos Mundiales del Milenio, ni que esos 42 días hayan servido para mejorar nuestros índices de lectura, mucho menos que Carlos Silver fomente el canto o el patriotismo. Son viajes del ego, en ocasiones con fines comerciales o políticos.
Carlos Silver ha sido el caso más reciente. Un artista dominicano poco conocido hasta que inició su búsqueda por el récord Guinness, lamentablemente no lo logró, pero su ejemplo queda para evaluar este tipo de hazañas. Y es que aún si Silver hubiese alcanzado dicho récord, es cuestionable la magnitud del logro debido a la falta de importancia y rigurosidad de la misma. El canto exige tonos y melodías, pero ¿puede una persona mantener por decenas de horas una fortaleza vocal determinada? O llegado un momento la voz falla (como le pasó a Silver) y el propósito termina siendo cantar por cantar como salga, aún si el resultado deviene en ruido, cosa que cualquier mediocre en canto con capacidad de aguante podría intentarlo, por lo que cabría preguntarnos ¿Qué tanto puede este récord ser celebrado?
De pequeño hojeaba el libro Guinness, y entre las cosas que más me impactaron fue ver la foto del hombre con las uñas más largas del mundo, y viendo el caso de Silver me pregunto hoy ¿me habría dado orgullo este hombre si hubiese sido dominicano? Su capacidad de mantenerlas creciendo, de poder hacer su labores cotidianas, de vivir entre críticas de la sociedad eran realmente impresionante, ¿pero era esa el tipo de proeza individual que quisiera ver replicada en mi sociedad?, obviamente que no.
Cierto es que en el país tenemos al menos un Récord Guinness plausible de promocionarse, el Mojito más grande del mundo. Y lo entiendo así porque el mismo conlleva un valor noticioso, entretenido y turístico. ¿Pero podemos realmente insuflar el pecho y desempolvar la bandera ante este u otro logro cuando casi nadie ha competido por ello?
Carlos Silver es el caso más reciente de una persona dispuesta a sacrificar su salud por la fama, por el espectáculo. Ya ha anunciado que lo intentará una tercera vez. Pero si su interés real yace en el canto, debe aprovechar toda su popularidad efímera y enfrentarse en el terreno del artista, preparar un disco con algo de rigurosidad y para un público que entre toda la música existente, lo elija más allá de su travesía. Porque la realidad es que una gran parte del Récord Guinness carece de competencia no precisamente por lo genial o descomunal de su hazaña, sino por lo ridícula que puede resultar en ocasiones la misma.