“La vida, y lo que en ella hay, es preciosamente precaria,

de ahí su enorme valor.”

J.L.Borges

El Mercado nos define.

Jeremy Rifkin en su libro “La Sociedad del Coste Marginal Cero” en el primer capítulo hace la siguiente reflexión:

“La razón de ser del capitalismo es llevar cada aspecto de la vida humana al ámbito económico para transformarlo en una mercancía que se intercambie en el mercado como una propiedad. Pocos aspectos de la vida humana se han librado de esta transformación. Los alimentos que comemos, el agua que bebemos, los artefactos que creamos y usamos, las relaciones sociales en las que participamos, las ideas que alumbramos, el tiempo que gastamos e incluso el ADN que determina gran parte de quienes somos han acabado en manos del capitalismo, que los ha reorganizado y les ha puesto precio para introducirlos en el mercado. A lo largo de casi toda la historia, los mercados han sido lugares de encuentro ocasional para el intercambio de bienes. Hoy, prácticamente todos los aspectos de nuestra vida diaria están relacionados de algún modo con intercambios comerciales. El mercado nos define (Rifkin 2014.)”

La reflexión de Rifkin denuncia un hecho que alteró el ethos de esta sociedad, denuncia el resultado de un cambio profundo que se operó dentro del propio capitalismo con el triunfo del pensamiento neoclásico, cuando el mercado dejó de ser un lugar de intercambio de valores creados por el trabajo, para dar lugar a las expectativas racionales, y de esa manera, se inició un proceso en que todo pasó a ser mercantilizado.  Desde esa perspectiva el ser humano dejó de tener necesidades, para tomar decisiones a partir de “preferencias”, y se inició su desplazamiento del centro de la sociedad para colocar en su lugar al mercado. Entonces, dejó de ser sujeto humano y se transformó en consumidor;  y el mercado visto de esta manera no distingue entre el carácter de los bienes:  un pan, la salud o un pagaré significan lo mismo (Hinkelammert 2005).

Esto resultó en una lógica de acumulación que empezó a definir sus límites a partir de los años ochenta, el capitalismo en su versión neoclásica extrema, planteó el desmonte del Estado de Bienestar, el Estado fue denunciado como ineficiente, megalómano y corrupto, lo que allanó el camino para la destrucción de los sistemas de protección social de los países, luego todo pasó a ser objeto del mercado incluyendo el ahorro para la vejez (pensiones) y la salud de las personas.  Además, se aseguró de tener el orden jurídico dentro del cual hacer parecer que los efectos esta acción son “distorsiones” que se solucionan con más mercado. 

Las crisis económicas que hemos tenido, desde principio del siglo XX hasta hoy, han sido crisis que se han originado en el mercado y las herramientas de solución utilizadas son instrumentos de regulación económica que operan dentro de los límites mercado, en donde las consecuencias sobre la vida de las personas aparecen como efectos “no intencionales” de estas medidas.

En este 2020 nos encontramos frente a una crisis distinta de las demás, la pandemia generada por un coronavirus: el SARS-CoV-2 que produce la enfermedad del COVID-19, ha devenido en una crisis sanitaria severa como no vista en cien años y, por razones evidentes, todos los pronósticos indican que estamos a las puertas de una importante crisis económica que provocará graves consecuencias sociales y humanitarias.

Las tesis neoclásicas y su versión neoliberal que se abordaron como seguras, vuelven a ser cuestionadas de manera profunda. Tal como en 2009, la reacción en 2020 se inicia desde el Estado, la acción estatal emerge como salvadora de las personas, porque la instrumentalización del mercado fragmentaria e individual no garantiza la vida.

Este evento profundiza el severo cuestionamiento al modelo de acumulación, que desmontó y “privatizó” los servicios sanitarios y de protección social de los estados latinoamericanos.  La racionalidad mercantil de gestión de la salud ha sido desnudada por esta situación sanitaria, que ha encontrado a los estados mal preparados, con presupuestos muy limitados y en condiciones desventajosas para poder sobrellevar el drama humano que esta crisis provoca.

La Vulnerabilidad de los trabajadores

El concepto de vulnerabilidad remite a la condición de inseguridad e indefensión que experimentan comunidades, familias e individuos en sus condiciones de vida a consecuencia del impacto provocado por algún tipo de evento natural, económico o social de carácter traumático.  Los vulnerables ante cualquier evento o suceso reciben un impacto desproporcionado en relación a la magnitud de dicho evento. Y esa desproporción de los daños a menudo pone en evidencia las desigualdades existentes; la pandemia del Covid-19 no discrimina, la sociedad sí (OXFAM 2020) y ha mostrado la condición de vulnerabilidad de muchas personas.

Un resultado no deseado de la crisis sanitaria, es su impacto económico, sólo que éste germina desde dos elementos centrales para la creación de valor y de riqueza:  El trabajo humano y la circulación de mercancías.  La parálisis del aparato económico: las empresas y las personas, la afectación del mundo del trabajo, y la ralentización del sistema de la circulación comercial, han fracturado, al menos temporalmente, casi todas las cadenas de valor locales e internacionales.

Los efectos que provocan mayores consecuencias son los que tienen que ver con la parálisis del empleo:  las medidas sanitarias han enviado a una gran parte de los trabajadores a sus casas;  según la OIT a nivel mundial 2,700 millones de trabajadores han sido afectados de una forma u otra(OIT 2020); a nivel de América Latina el mismo informe indica que cerca de 25 millones de personas podrían perder sus empleos, el cálculo habla de empleos formales dependiendo de la severidad de la crisis sanitaria.

Durante la pandemia, el discurso oficial de organizaciones de la salud y de los estados obliga a aplicar políticas de aislamiento social “universales”, bajo el lema de “quédate en casa”, pero que no son suficientes para proteger a los más afectados y vulnerables, ya que se trata de grupos de personas con capacidad disminuida para anticiparse, hacer frente o resistir los efectos adversos derivados de la crisis y sanitaria.

La pandemia provoca resultados muy desiguales para los diferentes sectores y clases, como los impactos sanitarios y económicos que afectan a los trabajadores y a sus familias.  Un informe del BID (BID 2020b) sobre las pérdidas de empleo en América Latina y el Caribe, plantea la severidad de los posibles escenarios, en función del tiempo en que se extienda la pandemia y la gravedad de la crisis económica, en donde el consenso generalizado es que los empleos y la dinámica económica resultarán enormemente afectados  en la región.

El análisis del BID hace énfasis en las pérdidas de empleos en los sectores formales, no obstante, la realidad de América Latina indica que la mitad del empleo se genera en el sector informal, que es el sector de empleos más precarizado, con escaso o nulo acceso a los mecanismos de protección social.  Este tipo de empleo es el predominante en sectores como construcción, agricultura y pesca, transporte, comercio, pequeños hoteles y restaurantes, y el turismo en aquellos países donde éste es un renglón importante. El informe señala que en el reglón turismo podrían perderse más de la mitad de los empleos formales e informales.  En países pequeños como República Dominicana y que dependen de esos rubros estarían dentro de los más afectados. El nivel de informalidad en América Latina llega a más 62% del total de la población y con la crisis del COVID-19 se perderán todos los avances logrados en este ámbito durante el periodo 2000-2013. 

Una mirada desde República Dominicana

De acuerdo al informe del BID en República Dominicana se perderán entre 100 mil y 300 mil empleos formales, dependiendo de la gravedad y duración de la crisis sanitaria.  A esto habría que añadir que que como en el resto de los países latinoamericanos la informalidad es un tema de mucha consideración (BCRD 2020), de acuerdo al Banco Central, la informalidad total del mercado laboral dominicano representó en 2019 un 54.8 % de la población ocupada en el país.  En términos absolutos significa que el número de trabajadores informales en el país se ubicó en 2.58 millones de personas al terminar 2019, sobre un total de ocupados de 4.7 millones y se indica, además que casi cuatro de cada diez (el 37%) lo hace por cuenta propia.

Es relevante resaltar que el tejido empresarial dominicano está compuesto en su mayoría por Micro, Pequeñas y Medianas Empresas -MIPYMES-(MICM2019), estas empresas constituyen un eje fundamental para la economía de país, éstas representan el 99% del tejido empresarial y proporcionan el 67% del empleo, es decir, es ahí donde trabaja el grueso de la gente.

El trabajo en el sector informal surge como una estrategia de sobrevivencia de las personas, que por una razón u otra no pueden acceder a un empleo estable y bien remunerado.  La informalidad existe y crece en la medida en que las condiciones del mercado laboral se hacen más precarias.  Las MIPYME dominicanas en su mayoría trabajan en condición de informalidad, según el Ministerio de Industria, Comercio y Mipymes –MICM-, son 1,475,000 negocios de este tipo, con un porcentaje de 90% de MIPYMES informales.

La economía informal, en términos legales, es aquella que no cumple con las reglamentaciones tributarias y de seguridad social, en ese sentido, es un reflejo de cómo el pacto social responsable de la construcción económica y de las leyes que la regulan, transforma la informalidad en una decisión de sobrevivencia, pues la formalidad es cara, impone cargas impositivas muy altas, con un sistema tributario muy complejo, y que incorpora costos que el nivel de productividad, volumen de negocios y de capital no les permitirían operar. Esa economía informal es el resultado de una construcción estatal que fue permeada por una lógica económica que transformó la dinámica social y en consecuencia las considera “distorsiones” o la ignora, si no puede ajustarse a sus condiciones.

Más de la mitad de la población trabajadora, y en particular los informales, se encuentra en situación de extrema vulnerabilidad ante los efectos de la parálisis económica provocada por la pandemia. Ese  impacto sobre la vida del 54% de la población que requiere salir día a día a trabajar, debido a la precariedad de sus ingresos, afecta todo el entramado de producción, comercialización que se teje desde el universo cotidiano; un tejido compuesto mayoritariamente por microproductores, microcomerciantes y cuentapropistas, donde una parte importante de ellos funciona al margen de los circuitos bancarios  y de la economía oficial:  En República Dominicana solo el 62.3% de la población adulta posee cuenta bancaria, (de ese grupo bancarizado la mitad solo dispone de ingresos para 30 días y el 51% de ingresos más bajo suficiente solo para siete días ) es decir,  que en el caso dominicano, hay 3.3 millones de adultos fuera del circuito bancario, pero son parte del mundo, del circuito de preservación de la vida y se las ingenian y esfuerzan cada día para vivir.  La gente que vive dentro de ese circuito es la que, durante la pandemia, se debate entre el dilema del discurso formal, oficial que los insta a aislarse a través del “quédate en casa”, pero que conscientemente tienen que salir y arriesgarse hoy, porque su mañana ya era incierto desde antes de la crisis sanitaria.

Ante un escenario aún incierto

La acumulación económica de orientación neoclásica en extremo, en su práctica fragmentaria e individual, convirtió todo en una mercancía objeto de la ley de oferta y demanda, subvirtió derechos considerados humanos, y ese es uno de los principales cuestionamientos realizados desde el principio de la implantación de este pensamiento extremo que ha dominado la sociedad durante más de cuarenta años.  El COVID -19 nos vuelve a plantear el dilema de elegir entre domesticar al mercado salvaje o continuar la reproducción del empobrecimiento del tejido social y humano.

Construir una alternativa a esta situación es un gran desafío, sobre todo cuando la lucha por la preservación de la salud, aún está tan presente.  Las acciones de solidaridad tienen un carácter defensivo y de protección de los espacios propios frente a eventos de cualquier naturaleza, en ese sentido, se impone proponer mecanismos de cooperación más ofensivos y audaces frente a las consecuencias en la vida de la gente en un escenario Post Crisis Sanitaria y su impacto desproporcionado.

El estado, en el diseño de sus políticas sociales, no siempre dispone de estrategias diferenciadas de atención, y este acompañamiento diferenciado debe darse a partir de la participación activa de la población. Deben recuperarse las experiencias subvertidas por la acción fragmentaria del capital.

Las estrategias “macro” de corte estatal deben incorporar como interlocutor y actor relevante a los territorios, deben de tomarse en cuenta sus organizaciones para la construcción de estrategias de acompañamiento. Pero también estas entidades deben de constituirse en sujetos y autoridad que apoye a la propia comunidad en la situación de crisis de salud y de recuperación económica.

Esto incluye el cambio en la lógica de actuación de los actores políticos, para que superen la práctica instrumentalista y se conviertan más en gestores de procesos; es evidente que los efectos del coronavirus no solo recaen sobre los indicadores de salud y macroeconómicos, tiene un efecto decidido sobre el tejido productivo, sobre el trabajo en el sector informal y los territorios.  Si bien son importantes y necesarias, no son suficientes las soluciones provistas desde políticas “macroeconómicas” pensadas desde el estado central, a partir de la apuesta al crecimiento del Producto Interno Bruto o facilitar la liquidez bancaria (por supuesto a los bancarizados), y entonces suponer que esto implica el alivio de todos los afectados, de los que han perdido sus empleos o de los informales.  Hay que incluir a los “anónimos bancarios” y a los que ni siquiera son objetos de interés del circuito económico formal, que han visto destruidos sus medios de vida y rota su dinámica de producción.

El desafío pasa por repensar las formas de reconstituir el tejido destruido, pensar en las micro y pequeñas empresas, (son minorías vistas desde el PBI), que representan más de la mitad de la ocupación, y mueven la economía cotidiana que, al no entrar al circuito formal, no siempre puede ser visibilizada o medida y hace cuestionar los alcances de las estimaciones.

Al construir las “salidas” hay un rol que no solo corresponde a las medidas macro del estado central, sino también a gobiernos locales, desarrollar acciones junto a actores del territorio en la reconstrucción de este tejido a nivel de cada espacio territorial.

Los municipios son los espacios de gobernanza más cercanos a la gente, son los interlocutores por excelencia (la dinámica es distinta en las grandes ciudades) donde cualquier hijo del vecino conoce y puede acercarse, y por tanto, actores importantes al momento de pensar y articular medidas, junto a la gente, para acompañar este proceso de resiliencia económica que conserve los empleos que puedan quedarse, que acompañe a las MIPYMEs sobrevivientes y, sobre todo, genere o permita reconstituir los medios de vida de las personas.

Esto va más allá del solo financiamiento (necesario, pero no suficiente) se trata del quehacer productivo, de la atmósfera económica, de los mecanismos no-financieros de acompañamiento en formas de servicios para el desarrollo que promuevan el bienestar, ajustados las dinámicas de las MIPYMEs, de los cuentapropistas, de los informales, en las diversas formas y énfasis que adquiere el tejido productivo en cada localidad.

Esta crisis supone un desafío para República Dominicana y para toda América Latina, un desafío para la visión del desarrollo, supone también un cambio de lógica:  sacar al mercado y poner la vida en el centro, recuperar la solidaridad horizontal, desarrollar políticas integrales, situadas, territorializadas y efectivas, desde el tejido social, productivo y económico, y en particular donde se palpa la vida la gente.

Sin crisis no hay desafíos, estas nos hacen afrontar las complejidades, nos inducen a descubrir soluciones innovadoras, es en tiempos de crisis, cuando la gente se torna potencialmente más creativa, desarrolla nuevas estrategias, se aproxima a nuevos modos y formas para resolver lo relevante para vida.   Se espera un incremento del desempleo, simultánea y paradójicamente también lo hará el emprendimiento y el autoempleo, y para superar la crisis en medio de la urgencia es   el tejido productivo de cada territorio, robustecer las redes locales, tejer nuevas redes; vigorizar la cooperación horizontal, la redes comunicacionales y de trabajo en los barrios y campos, fortalecer la lógica y el entramado económico y de producción de las comunidades (Valdez,2007)

Frente a nuevas realidades, hay que buscar soluciones prácticas y dar más apoyo al sistema de emprendimientos, micro y pequeñas y medianas empresas, así como reforzar los esfuerzos para implementar una cultura emprendedora más creativa. La creatividad a que nos obliga la crisis es indispensable para una infinidad de aspectos de la vida diaria, nos muestra diferentes alternativas frente a adversidades y cambios.

La crisis nos invita a pensar en una sociedad donde coloquemos la vida al centro. Reconstituir el mundo de la vida junto a las personas (y la naturaleza), en este proceso de readaptación y avance hacia el escenario distinto al cual nos aproximamos.