Como ciudadana, me indigna la corrupción de la casta política que se enriquece con el dinero de mis impuestos. Me indignan los carros de lujo exonerados, que si son de lujo es porque, por definición, no son una necesidad. Me indigna que los diputados reclamen “el dinero de las madres” para recuperar una parte ínfima de la inversión de la campaña. Me indigna que el vocero de la Policía tenga la cachaza de decir que no existe tal delincuencia y que todo es percepción. Me indigna que los pacientes de un hospital deban comprar botellones de agua porque el agua de la de la cisterna tiene una bacteria. Como se podrán imaginar, vivo eternamente indignada por lo que pasa en mi país.
A veces peco de simplista acusando a la corrupción pública de ser la raíz de todos los males de la sociedad y problemas del país. Y por supuesto que sí. La corrupción troncha el futuro y las oportunidades de desarrollo de todos, sobre todo de las clases vulnerables. Pone en peligro el bienestar de todos, es caldo de cultivo de la delincuencia.
Pero hay otro tipo de corrupción que me indigna hasta los huesos también: la corrupción ciudadana, definiéndola como la acción y efecto de echar a perder, depravar, dañar o pudrir algo, ejercidos por nosotros los ciudadanos.
Y es que todos, en nuestra cotidianidad, somos partícipes de que este país se vaya por el derrotero. Nuestra corruptela se manifiesta en la reivindicación del tíguere y la detracción del pendejo. Exigimos que los servidores públicos tengan un comportamiento impoluto; pero en el ámbito privado, si podemos saltarnos las reglas, no perdemos la oportunidad.
Como cuando bloqueamos la intersección aunque se ponga la luz roja, evitando que los vehículos puedan cruzar; o paramos el carro en doble fila para esperar que el niño salga del colegio, creando un tapón de cinco cuadras a la redonda. “Que se e’plote el mundo mientras yo busco a mi muchacho".
O cuando queremos hacernos los vivos y llevamos el carrito rebosado de compras a la caja registradora exprés, decimos que no vimos el letrero y rehusamos cambiarnos de caja. “Me importa a mí.”
También cuando ponemos un musicón hasta las quince de la mañana, que no deja dormir a los vecinos, “porque ésta es mi casa y en mi casa mando yo”.
Como cuando no nos ruboriza vaciar la cisterna de la exclusiva torre donde vivimos o nos fajamos a lavar el carro a manguerazos en plena época de sequía, porque “en mi casa hay agua”.
Y tiramos botellas de agua y vaso foam desde el carro, sin que nos importe si se inundará medio país cuando llueva. “Que lo recoja el ayuntamiento, porque para eso yo pago impuestos”
O, como denuncia mi amigo Mario Dávalos, siempre aparecen unos vivos que se creen que se la estáncomiendo vendiendo y pagando por la izquierda porque según ellos “hay que buscársela y como quiera, eso’ cuarto’ se los roban.”
Como cuando paseamos nuestros perritos y no limpiamos el rastro de mierda expulsado de las caras nalguitas English Bulldog, CockerSpaniel, Daschshund o West Highland White Terrier de nuestras mascotas, y entonces nos ofendemos cuando sale un vecino a reclamar, porque “la acera es pública, que la limpie otro”.
Los políticos son un reflejo de lo que somos como sociedad. En realidad, tenemos los políticos que nos merecemos. Y por favor, aunque sea por vergüenza, cuando lo saque a pasear, recoja la mierda de su perro.
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