“En muchos casos, las inversiones públicas se han convertido en regalos a las empresas, que enriquecen a los individuos y a dichas empresas, pero generan muy pocos beneficios (directos e indirectos) para la economía o el Estado”-Mariana Mazzucato, economista.
Resulta difícil pasar por alto que las cuantiosas inversiones estatales -en el caso de las principales potencias occidentales y países de industrialización reciente- hicieron posible el surgimiento y consolidación de las industrias modernas, tales como, informática, Internet, farmacéutica-biotecnológica, nanotecnología y, más recientemente, los avances en el campo de la llamada tecnología verde.
Si bien el capital riesgo privado y las jóvenes empresas emprendedoras jugaron y siguen jugando un significativo rol en el apuntalamiento de los nuevos sectores de vanguardia, no es menos cierto que fueron los gobiernos quienes cargaron voluntariamente con los mayores riesgos-literalmente temerarios- relacionados con la creación de nuevas oportunidades de inversión, aceptación de multimillonarias inversiones iniciales y creación de redes descentralizadas para la realización de las investigaciones más osadas. Además, su apoyo permanente a los procesos culminantes de desarrollo y comercialización, realmente fue decisivo en la consumación de las conquistas tecnológicas más formidables del período de posguerra.
Algunos hechos. La Fundación Nacional para la Ciencia, una agencia gubernamental norteamericana, financió el algoritmo que determinó en gran medida el éxito de Google. Los anticuerpos moleculares, principal pilar de la moderna biotecnología, salieron de los laboratorios públicos del Consejo de Investigación Médica (MRC) de Reino Unido, mucho antes de que el capital riesgo entrara en escena. Empresas como Google, Apple y Compaq deben su arranque inicial y sus grandes éxitos posteriores a las inversiones estatales. Una gran parte de los enormes gastos de I +D de la industria farmacéutica se cubren con recursos de los contribuyentes, a pesar de que este poderoso sector industrial sigue considerando las regulaciones y los impuestos como los más importantes y visibles obstáculos en sus esfuerzos de innovación.
¿Por qué y para qué asignar un rol secundario al Estado en las economías emergentes? ¿Será verdad que no puede hacer otra cosa que no sea “facilitar” y fijar reglas para hacer que el sector privado participe en los grandes juegos de los mercados globales?
Nosotros entendemos siguiendo a Mazzucato (2000, 2011, 2014) que el Estado, en el caso de países como República Dominicana, es potencialmente capaz de encauzar la economía por los senderos del orden, la inclusión, el conocimiento, la innovación y los rieles de la innovación y la tecnología. En ese camino enfrenta por lo menos dos grandes escollos: primero, sus propias limitaciones funcionales y estratégicas que resultan de la praxis perversa de una clase política miope, atrapada en las redes de sus propios intereses y carente de valoración alguna del substrato nacional, tan necesario cuando de grandes proyectos revolucionarios se trata. Segundo, la cruda realidad de un sector empresarial rentista, cortoplacista, fragmentado, timorato, acomodaticio y sin ánimo alguno como clase de alcanzar una alianza simbiótica, no parasitaria, con el Estado.
De vez en cuando, no obstante, vemos intentos bienintencionados de parte y parte. Por ejemplo, las iniciativas en marcha del Consejo Nacional de Competitividad (que ojalá no terminen como el Plan Nacional de Competitividad Sistémica-PNCS) y los planteamientos recientes de ciertos voceros del sector empresarial. Como ejemplo de esto último, tenemos las declaraciones hechas en estos días por una de las más lúcidas representantes de los empresarios dominicanos, la señora Ligia Bonetti (El Dinero, versión escrita Año 5, Núm. 217, 15 de mayo de 2019).
Haciendo un detallado recuento de los objetivos del Segundo Congreso Industrial celebrado en 2012, la señora Bonetti recuerda las recomendaciones del Informe Atalli (Jacques) 2010-2020 cuyas propuestas fueron echadas en el saco del olvido. No es de extrañar: lo mismo se ha hecho con decenas de excelentes informes anteriores y posteriores a 2010.
Reconociendo los méritos del Informe Atalli, la señora Bonetti reitera con sobradas razones la necesidad de una política industrial debidamente compartida con el sector gobierno, esto es, que resulte del consenso y del análisis conjunto. Ella debería traducirse en una alianza público-privada que conduzca la economía al terreno de los competidores globales. Por lo tanto, es clara su inclinación por las exportaciones como variable decisiva, lo cual sugiere, decimos nosotros, el tránsito de una mentalidad mercado-internista a otra “mercado-globalista”.
El compromiso de las industrias con la calidad, la mejora continua de la productividad y consolidación del liderazgo empresarial en los procesos de innovación y de promoción del conocimiento, son retos que enfrentan serias dificultades; una de ellas es la energética, eslabón de los servicios que más sensiblemente afecta la estructura de costos de las empresas. Los desafíos van desde el incremento de las capacidades para la creación de empleos formales hasta la remoción positiva de ciertos elementos que entorpecen el fortalecimiento de la competitividad, tales como los relacionados con las infraestructuras físicas y tecnológicas, e incremento de las inversiones en educación: en una que afiance la cultura para la calidad y la productividad.
La señora Bonetti cita otros elementos cruciales de la transformación productiva con conocimiento. Entre ellos, regulaciones claras, entidades gubernamentales funcionales y dirigidas por profesionales y técnicos capaces, encadenamientos productivos y sistema de compras gubernamentales que impacte el crecimiento de los eslabones más débiles del sector industrial. Todos estos contenidos resumen un discurso recurrente de cierta relativa antigüedad, aunque sigue siendo -este discurso- pertinente y legítimo.
Sin embargo, hay un asunto que mueve nuestro interés: ¿cuál sería en realidad el rol que asignaríamos al Estado en lo que podríamos llamar la conquista de Las Galias? En este punto hemos de contradecir en las próximas entregas a la visionaria empresaria Bonetti.