Una democracia funciona y garantiza los derechos fundamentales de los ciudadanos, cuando sus líderes actúan con responsabilidad y conforme a lo que las necesidades de la nación demandan de ellos. Y esa responsabilidad se hace más urgente y necesaria cuando les toca el turno de decidir entre el interés personal o de grupo y la tranquilidad y el sosiego de la República, porque de esta última depende, en cualquier circunstancia, el bienestar colectivo y la estabilidad de las  instituciones garantes del estado de derecho.

Aunque el proceso electoral que culmina el domingo con la cívica jornada de votación se ha desarrollado con relativa tranquilidad, a despecho de incidentes con un saldo lamentable de cuatro muertos, las elecciones siempre han constituido un motivo de incertidumbre por la enorme dependencia de un elevado porcentaje de la población de sus resultados. Esa incertidumbre crece o disminuye en la medida en que el liderazgo político asume la responsabilidad de evitar que su propia elocuencia lo embriague, porque el papel de la oposición es tan importante como la del gobierno.

Las iglesias, el empresariado y la sociedad civil han formulado vehementes  llamados al respeto a la voluntad popular y al organismo encargado de garantizar la transparencia de los comicios. En este tramo final del proceso, sin embargo, han surgido voces que se salen del cauce, coqueteando con las bajas pasiones y la natural inclinación de la muchedumbre a la acción directa. La responsabilidad que el país demanda en esta hora crucial de su liderazgo, del gobierno como de la oposición, es la de rechazar toda insinuación a la violencia  para  preservar la paz y fortalecer el voto, llamando a su gente a acudir a ejercer ese derecho y a evitar así que la insensatez desborden las aguas.

Votemos todos por los candidatos de nuestras preferencias y aceptemos los resultados como buenos ciudadanos.