La gestión de los tributos es una actividad reglada porque puede afectar derechos fundamentales de los ciudadanos. De tal modo, que procurar los tributos por parte del gobierno puede disminuir la vigencia plena de estos derechos. Existen disposiciones constitucionales y legales para proteger los derechos de los ciudadanos, pero los derechos fundamentales sólo tendrán una protección efectiva si las normas sustantivas y adjetivas que los disponen y tutelan tienen vigencia sin las posibilidades de que sean disminuidas con el uso desastroso de las facultades de la administración Tributaria.

Un administrador tributario no está para hacer sus propias normas a través de las facultades normativas de la administración Tributaria ni puede través de ella adaptar las disposiciones legales a sus propósitos fácticos de recaudar. Tampoco por medio de interpretaciones espurias de las leyes puede desvirtuar las facultades que las leyes les otorgan a la administración Tributaria. Si los planes en la gestión de los tributos están correctamente elaborados deben considerar los límites que las leyes tributarias ponen en el cometido de recaudar los impuestos. Un buen administrador tributarios es aquel que logra el cumplimiento tributario dentro del marco de la ley y dentro de ésta alcanza los objetivos de recaudación definidos en su planificación estratégica de acuerdo con las estimaciones del ministerio de Hacienda.

El buen recaudador puede ser un mal administrador tributario, porque la gestión de los tributos no implica sólo recaudar, sino lograr el cumplimiento de las obligaciones tributarias que disponen las leyes. La administración Tributaria no está para solapar y ocultar los derechos que tiene el contribuyente, sino para darle efectividad, porque estos derechos se hacen concreto en el ejercicio del cumplimiento tributario y de las funciones públicas coadyuvantes a ese propósito.

Recaudar es una función indispensable de la administración tributaria y es la más importantes para la percepción de los tributos. Las demás funciones para la gestión de los tributos en una situación de cumplimiento voluntario y cabal pueden no existir, pero siempre debe existir el órgano que recaude los impuestos. La facultad de recaudar se puede ejercer por diferentes vías. Se puede recaudar a través de los bancos u otras entidades que disponga de acceso para que los contribuyentes puedan cumplir con su deber fundamental de tributar. La función de recaudación requiere facultades y estructura para la recepción de los tributos.

Los límites y alcance de las facultades de la administración tributaria los disponen las leyes. En un país de donde los ciudadanos cumplen de forma voluntaria y cabalmente con las obligaciones que las leyes disponen, como la de dar una prestación para la realización del deber fundamental de tributar, la única función de la Administración tributaria sería recaudar, creando facilidades para que los ingresos correspondientes al Estado estén a su disposición para el cumplimiento de sus fines.

Las demás funciones de la administración tributaria son para inducir al cumplimiento de las obligaciones donde el cumplimiento se omite total o parcialmente. El terror y retorcer las leyes a los fines de recaudar nunca ha dado buenos resultados, aunque aquellos que le gustan la opciones autoritarias y dictatoriales crean que el terror sea un método y como tal bueno.

Hoy nadie editorializa como Rafael Herrera cuando calificaba de terrorismo fiscal las arbitrariedades de un determinado recaudador de impuestos que además de ser calificado como el más temible de los recaudadores fue sin duda el más prolífico en el uso de las facultades normativas, creando su propio cuerpo normativo al margen de la constitución y las leyes y asumiendo facultades que las leyes no le atribuían. Después de años de su paso por la administración tributaria nadie sabe cuál fue su impronta en la gestión de los tributos porque nadie lo recuerda como un punto de inflexión en la administración Tributaria. Únicamente tenemos un libro de su autoría que es útil para la docencia y enseñar en clase que un recaudador de impuestos puede no saber el asunto que tiene entre manos. El libro fue publicado en su tiempo como un epítome del conocimiento tributario nacional, con bombos y platillos, como se celebran en los medios y en los conclaves de empresarios cualquier gesto elocuente de los recaudadores que dan miedo atrapando contribuyentes pequeños.

Recaudar sin las leyes y sin límites ha sido siempre un método primitivo que se aplicaba a los vencidos en las guerras de la antigüedad. Cuando hubo menos guerras y menos vencidos los ingresos de los Estados se empezaron a obtener de los súbditos, para mantener el boato de las cortes y las desmesuras y opulencia de los nobles, símbolos de una clase ociosa que sólo estaba para gobernar y para el disfrute de hacerlo.

En un momento dado la ira y el cauce de los pueblos esquilmados se volvió indetenible siendo la erradicación del absolutismo con la revolución francesas su punto culminante, pero ya antes los ingleses, un pueblo conservador que todavía puede tener una reina o un rey, puso limites a los recaudadores de impuestos y estableció la participación de los ciudadanos, a través de sus representantes, en la determinación de los tributos vigentes. Proclamando estos límites y representación nacieron los Estados Unidos de América, cuya inteligencia fundadora hizo documentos sobresalientes contrarios al cobro de los tributos sin el consentimiento democrático de los ciudadanos y frente a las arbitrariedades sobre los resultados de la actividad productiva de gente laboriosa.

Hasta en la más primitiva idea de recaudar impuestos están los límites y los gobernantes que no lo aprendieron terminaron sin comprender que se le vino encima, como le sucedió a Luis XVI, cuando preguntaba si era una revuelta y le dijeron que no, que era una revolución. Los limites en la recaudación de los tributos se deben reconocer como propios del arte de gobernar. Cuando un gobernador de provincia le envió a Tiberio una suma importante obtenida de los impuestos, en partidas superiores a lo presupuestado, el emperador lo destituyo diciendo: “A las ovejas se las puede esquilar, pero no despellejar”.