En los tiempos antiguos los tributos los pagaban los vencidos y era fácil quitarle la vida a quien que no lo hacía. Famosa es la frase de Breno, después de la toma de Roma: ¡Ay de los vencidos! Dicha cuando los vencidos romanos pagaban la obtención de la paz frente a su ciudad devastada y al mismo tiempo se quejaban de la manipulación de las balanzas por parte de los vencedores, cuando el precio de la paz era su peso en oro. Breno era un galo, de donde vienen los franceses.

En los tiempos de paz, y en ausencia de los botines de guerra, la recaudación de los tributos se empezó hacer con respecto a los propios habitantes del país, que pagaban impuestos con sus propiedades, su oro o con el simple resultado de su trabajo. Desde entonces el tema de la justicia tributaria es algo recurrente.

La recaudación de los tributos siempre da la tentación de que sea más. El Estado tiene necesidades reales, y las ficticias de los gobernantes, que se reproducen muchas veces con sus delirios de grandeza o en la inefable realidad de su condición superior, y la realidad cumplida de haber llegado donde pocos lo han hecho, procurando entre todos los que tuvieron igual destino hacer la diferencia, con tambores de adulones que borran cualquier recuerdo efímero de lo que se era antes en el mundo de los comunes.

En los tiempos antiguo la grandeza de un gobernante la daba el tamaño de su ejército y cuenta Lactancio, un retorico cristiano, que hablaba de los tiempos del Emperador Diocleciano, de los que fue testigo, a finales del año 314, que entonces, como hoy en cierta forma, “se llegó al extremo de que era mayor el número de los que vivían de los impuestos que él de los contribuyentes”. Eran tan enormes las necesidades de recursos y las contribuciones que se exigían que la gente abandonó la tierra y los campos cultivados optando por otras formas de vida y otros lugares, en un efecto que los economistas hoy llaman sustitución.

No sólo era sólo el ejército, decía Lactancio, eran igualmente numerosos los funcionarios del fisco, magistrados y los vicarios de los prefectos de pretorio cuya labor en el orden civil era poca, pero constante e intensa en el momento de aplicar multas y dictar leyes y mandatos y pagar tributos pagados por todas las formas de vivir eran permanentes. Cito a Lactancio: “Las exacciones de todo tipo eran, no diré yo, frecuentes, sino constantes y los atropellos para llevarlas a cabo insoportables. Llevado de su insaciable avaricia, no quería que jamás disminuyera el tesoro, sino que exigía continuamente impuestos y donaciones extraordinarias”.

Salviano de Marsella era un monje del que se dice nació en Colonia, pero más seguro se está de que su nacimiento fue en Tréveris, una ciudad cuyos resultados natales son socialmente peligrosos, pues en esa ciudad y no en otra también nació Carlos Marx, pero esto se trata de un monje del siglo V, que hablaba de dos comunidades: los possessores y los humiliores, que en el lenguaje y los escritos del otro natal de Tréveris se dominaban clases. En el esquema social de Salviano que era menos complejos los primeros (possessores) era los ricos y los segundos (humiliores) eran los pobres.

De los primeros decía Salviano que eran la causa de todos los males económicos y sociales de la población, pues eran de tal modo rapaces que poco dejaban para los pobres y como entre las principales posesiones de esos tiempos, entre los años 440 y 450, estaba la tierra, estos se hacían propietarios de vasta extensiones medidas por distancias de leguas y leguas siendo dueño de lugares que no conocían.

Los ricos, de acuerdo con una descripción de esos tiempos que de ellos se hacía, no atribuida a Salviano, eran propietarios de campos y más campos los que acaparaban teniendo en ellos riquezas de todos los tipos, desplazando a los pobres vecinos para extender continuamente sus numerosas tierras.

Los possessores tenían además oro y plata en abundancia, que apiñaban en enormes montones o las enterraban en lugares secretos, y quizás de esos tiempos hay todavía en esas tierras grandiosos tesoros no descubierto y dejado al olvido por sus dueños que no los recordaran porque están muertos. Esos ricos lo ostentaban todo, dice quien narraba en eso tiempos, con la única finalidad de que no lo tuviera el vecino.

Salviano escribía sobre Roma como algo ya muerto o a punto de estarlo, listo para exhalar su último suspiro en los lugares donde que aún parecía viva. Moría aplastada por los impuestos como en manos de ladrones o de lo que muchos ricos encontraban pagado por los pobres de lo que se encontraban muchos ricos porque sus impuestos asesinaban a los pobres. En esos tiempos no había clase media ni pequeña burguesía.

Salviano continuaba: “He aquí los remedios fiscales que se han arbitrado para algunas ciudades: dejar a los ciudadanos ricos inmune a los tributos y acumular todos los impuestos sobre los hombros de los pobres. A unos les quitan las antiguas contribuciones y a otros se les imponen otras nuevas, para enriquecer a los ricos con la disminución de todos los tributos, aunque sean pequeños, y para aplastar los pobres con el aumento de los tributos más pesados, para enriquecer a unos, por la supresión que soportan sin problemas, y para matar a otros con el aumento de lo que ya no podían soportar.” La historia de los tributos es la historia de la lucha de clase.

Todo eso se decía tierras de las Galias e Hispania, lugares remotos que en partes ocupan hoy Francia y España, de donde proceden las instituciones jurídicas en uno u otro lado de la isla con todos sus matices de jure y facticos y con muchas realidades que no superamos. En Francia se dio también el absolutismo, y en España también con otras características. Un régimen de monarcas que concentraban todos los poderes del Estado y que arrendaban las funciones de recaudar los impuestos. En tales tiempos era fácil recaudar impuestos, pues los derechos de los contribuyentes eran escasos y la arbitrariedad era una forma común de hacer las cosas. Los recaudadores ante el descontento de los ciudadanos se pagaban escoltas que llegaron a tener 250 hombres, según se cuenta de Antoine Lavoisier, el más conocido de los recaudadores de impuestos franceses.

Siguiendo a Gunter Schmolder, la fama histórica de los recaudadores de impuestos que en tierras de habitantes latinos ha hecho natural la desconfianza que de ellos se tiene. Hubo en Francia una lucha en contra de la “inquisición fiscal” y un rechazo al impuesto sobre la renta. Una palabra que en francés designa al recaudador también significa usurero, estafador y ladronzuelo y una palabra que significa inspector con la misma se puede muy bien decir farsante y la palabra impuesto lleva a la idea de sumisión.

En la ausencia de derechos es fácil recaudar los impuestos que pagan los otros, pues la coerción arbitraria funciona ante la indefensión jurídica y hacen cumplir las propias leyes del orden fáctico que crean los recaudadores. En ejercicio de la meritoria disposición de olvidar los derechos de los demás por los resultados y en cierto modo nos ayuda a creer que sin un estado de derecho es fácil recaudar mientras nos tengan temor y es bueno así sea, como lo era en la antigüedad. También cuando se puede imponer a los demás un sistema tributario que los espolia. Pero nadie debe estar seguro de eso. Los últimos que tales cosas creyeron el 8 de mayo de 1794 sintieron por última vez una brisita en el cuello. Eran 27, incluyendo a Lavoisier, y ese día era el 21 floréal.