Quienes promueven una nueva reforma constitucional para que el actual presidente pueda optar consecutivamente por un tercer mandato lo hacen al amparo de un argumento muy simple: bastaría encontrar los votos y modificar una vez más el texto constitucional. Y niegan que ello sea una vulneración constitucional, puesto que es la propia Constitución la que plasma el procedimiento para su reforma: queda, entonces, en manos de los asambleístas dar rienda suelta a su imaginación normativa. Empero, no habiendo límites más que formales a este siquiera imperturbable poder reformador, ¿qué impediría que la duración del mandato de un presidente se amplíe por vía de una reforma constitucional a veinte años? ¿O quizá treinta, partiendo de que Gardel sentenció que veinte años no eran nada?

En entregas anteriores (Democracia, constitucionalismo y poder de reforma y Los límites intangibles al poder de reforma), el autor de estas líneas hacía énfasis en la tesis del constitucionalismo abusivo (Landau, David, Abusive Constitucionalism, UCLA, Davis Law Review, vol. 47, 2013), a fin de responder las inquietantes cuestiones surgidas con ocasión de una desviada concepción del poder de reforma (incluso se resaltaba cómo la doctrina iuspublicista norteamericana se hacía eco de esto al ponderar los peligros que supone para la democracia de ese país el ascenso al poder del presidente Trump). Porque bajo la premisa de este reeleccionismo abusivo, el poder de reforma constitucional no tendría prácticamente límites y las interrogantes formuladas no encontrarían otra respuesta que no sea que la modificación al texto constitucional radicaría en un tema de mayorías legislativas, esto es, en una mera cuestión de forma. Es aquí, pues, donde la doctrina de los límites intangibles (“cláusulas pétreas”) entra en acción, en tanto que estos límites comportan una restricción expresa a un poder de reforma que, por su naturaleza, no puede ser desmedido.

Ya anticipábamos—en la entrega pasada—que el mejor ejemplo para explicar cómo funcionan estos límites intangibles era el caso del segundo intento de reelección del expresidente Álvaro Uribe en Colombia. Y es que la Corte Constitucional de Colombia (en lo adelante la “CCC”), mediante su sentencia C-141-2010, declaró inconstitucional la Ley 1354 de 2009, por medio de la cual se convoca a un referendo constitucional y se somete a consideración del pueblo un proyecto de reforma constitucional. Haciendo uso de la doctrina de la sustitución de la Constitución—misma que se desarrolla a partir de la sentencia C-551 de 2003—, así como de los principios republicano, democrático y de separación de poderes, la CCC declaró la contrariedad al texto constitucional de una legislación que regulaba la realización de un referendo. Este último tuvo por fin consultar a la ciudadanía sobre un proyecto de reforma constitucional para permitir que Uribe pudiese optar un tercer mandato consecutivo. De esa extensa decisión—más de quinientas páginas—es mucho lo que puede destacarse.

Para la CCC, un tercer mandato inmediato de un presidente supondría una desnaturalización del sistema presidencial, de la forma republicana y de un principio derivado de ésta [característico por igual de los sistemas democráticos]: la alternancia en el poder. En efecto, se establece que la alternancia tiene una doble dimensión: (i) como eje del esquema democrático en la que toda autoridad es rotatoria y no hay previstos cargos de elección popular vitalicios; y (ii) como límite al poder político (…). En palabras de la CCC, un tercer período en el ejercicio del poder, que fuera el resultado de una segunda reelección presidencial, desvirtuaría el principio de alternación, ya que mantendría en el poder a una persona e impondría la reproducción de una misma tendencia política e ideológica durante un lapso mayor al que es juzgado razonable de acuerdo con las reglas de funcionamiento de un régimen presidencial típico.

De acuerdo con lo prescrito por la CCC, la experiencia de países con sistemas presidenciales estrictos (…) demuestran que ocho años de mandato presidencial constituyen un límite más allá del cual existen serios riesgos de perversión del régimen y de la estructura definida por el Constituyente (…) el señalamiento de un período para que el Presidente elegido popularmente ejerza su mandato es una de las principales características de los sistemas presidenciales, y de su observancia depende que toda la forma política decidida por el Constituyente se preserve (…) o se desfigure a tal grado que, de hecho, deba entenderse sustituida por otra, incluso contraria. La fijación del período constitucional que corresponde al Presidente comporta, de por sí, una limitación de sus expectativas y del ejercicio efectivo de su poder, además de constituir un mecanismo de control, por cuanto la demarcación temporal de su mandato le impone al jefe del Estado la obligación de atenerse al tiempo previamente señalado y de propiciar la sucesión de conformidad con las reglas establecidas, para evitar la prolongada concentración del poder en su propia persona.

República Dominicana se erige, al igual que Colombia, en un Estado social y democrático de derecho, plasmando, por supuesto —desde 1844—, la forma republicana de Gobierno. Esto encuentra resguardo en el preámbulo de la Constitución, así como en sus artículos 4 y 268, expresando el primero que “el gobierno de la Nación es esencialmente civil, republicano, democrático y representativo”, y, el segundo, que ninguna reforma constitucional podrá versar sobre estos aspectos. Lo anterior permite la aplicación sin mayores contratiempos del planteamiento de la CCC en nuestro ordenamiento. Y ello no implicaría un juicio de constitucionalidad del texto sustantivo una vez la reforma haya sido proclamada: conllevaría, más bien, un control mismo en el trámite del procedimiento de reforma, en la ley misma que declararía la convocatoria. Todo esto siguiendo las directrices del Tribunal Constitucional (TC) en su sentencia STC 224/17.

El precedente de la CCC significó para Uribe —a pesar de tener en ese entonces una enorme popularidad— la imposibilidad de correr por una segunda reelección en Colombia. Pero lo relevante de este fallo es que su contenido transcendió internacionalmente hasta convertirse en un estandarte de la lucha del constitucionalismo moderno contra los desmanes del poder; en especial, contra el abuso del poder de reforma (constitucionalismo abusivo). No sorprende, pues, que además de Landau, Levitsy y Ziblatt citaran la sentencia C-141-2010 como un ejemplo de lo que pueden hacer los “canales institucionales” en su rol de limitar los afanes continuistas de presidentes “populares” (How democracies die, pág. 217). Lo que sí resulta perturbador es que una simple “mayoría legislativa”, obtenida en la forma que fuere, pueda sentar las bases de una típica dictadura constitucional.

La “re-reelección” es inconstitucional.