Habrá quien recuerde la tristísima historia de una chica llamada Rosaura Almonte, Esperancita, la adolescente de 16 años embarazada, y con leucemia, que murió en el 2012 en República Dominicana.
Su madre, Rosa Hernández, por ejemplo, tiene fresca en la memoria (tan fresca como las heridas no cicatrizadas de su alma) aquella tragedia, que no fue un hecho fortuito, sino el resultado de la cerrazón, la insensibilidad e infuncionalidad de un sistema injusto, con unas leyes absolutamente inaceptables, a las que es imperativo hacer algunas enmiendas.
También recordarán el caso otras mujeres y hombres, que acompañaron a la muchacha enferma en un pavoroso y absurdo viacrucis (por un camino empedrado de oídos sordos y corazones tapiados por la ignorancia, el fanatismo y la sinrazón) que culminó de la peor forma posible.
Hay otra gente que ni siquiera conoce los detalles o que no le da por aludida con él o que no le importa, pero la realidad es que se trata de un problema de salud pública y de una amenaza contra la vida de todas la mujeres cuyos embarazos tienen complicaciones que obligan a interrumpirlos, para proteger a las embarazadas y cuyos fetos, en ciertos casos, ni siquiera tienen posibilidad alguna de sobrevivir.
A Esperancita le fallaron los legisladores, el sistema de justicia, el sistema de salud, el Poder Ejecutivo, la sociedad, los valores de respeto por los derechos humanos, la caridad y la compasión cristianas. Y el falló el respeto por su derecho a la vida. Al fallarle a ella, se puso en evidencia cómo se le falla o le puede fallar a todas las demás.
A la joven le negaron el tratamiento, que era urgente, para la leucemia, porque éste podía poner término al embarazo y el aborto está totalmente prohibido en RD, sin importar las circunstancias. Luego del escándalo desatado por semejante barbarie y con la jovencita ya en estado critico, le aplicaron el tratamiento para su padecimiento, pero fue tardío e inútil: Esperancita murió y tampoco sobrevivió el feto, que de ninguna forma tenía posibilidades de vivir.
Fue un caso muy debatido que debió dejar alguna enseñanza, o por lo menos, alguna inquietud, aunque solo sea sobre el nivel extremo de imposición, crueldad y abuso, con que en la sociedad dominicana se desmigajan los derechos de las mujeres, las muchachas, las niñas y se dispone sobre sus vidas y sobre sus muertes, dejándolas a ellas a la intemperie, si no es que muertas, y sin voz ni voto.
La prohibición absoluta del aborto, sin reparar en ninguna de las circunstancias que lo impongan o recomienden es una horrible agresión sistemática extra contra las mujeres y en un entorno en el que los feminicidios son una epidemia, como consecuencia, en parte, de lo esparcida y dilatada que se mantiene la noción de que las mujeres son cosas y propiedades, cuyas funciones y existencia pueden delimitarlas -y finalizarlas- otros y no ellas.
En un encomiable ejercicio de sentido común y de algo de receptividad al raciocinio, el Presidente Danilo Medina ha propuesto tres exenciones a la prohibición aborto: cuando el embarazo pone en riesgo la vida de la embarazada y/o entra en conflicto con su supervivencia; cuando es el resultado de violación e incesto y cuando el feto tiene malformaciones que descarten su desarrollo fuera del útero de la madre.
Esto es tan elemental, que no debía estar discutiéndose. Si no bastó con la muerte de Esperancita, ni con las angustias e incertidumbres ante embarazos que comprometen la existencia de quienes los tienen, debía bastar con acudir a cualquier ápice de respeto para reconocer el derecho de las mujeres a sobrevivir , a no prolongar embarazos riesgosos, sin posibilidades de llegar a buen término y a no tener descendencias impuestas por violaciones e incestos.