En la historia de la cultura occidental ha sido predominante el supuesto de que las decisiones humanas son básicamente racionales.
Sin embargo, distintas investigaciones científicas contemporáneas subrayan el carácter emocional de nuestras decisiones.
Esto significa que, en la mayoría de las situaciones, desde elegir un lugar para vacacionar hasta decidir a qué candidato votaremos, nuestras decisiones están condicionadas por factores emocionales (¿recuerdan a Freud?) y luego buscamos razones para justificar nuestra elección (“racionalizaciones”).
Hay numerosos casos que avalan este planteamiento. Los estudios nos muestran que los jueces castigan con menos severidad a una persona “atractiva” de acuerdo con nuestros patrones de belleza (simétricos) que a una persona cuya fisonomía no es compatible con dichos modelos.
De igual manera, somos capaces de saborear con placer una bebida de mala calidad en un entorno placentero (buen recipiente, lugar confortable, etc.) y viceversa, rechazar una bebida de calidad si ha sido colocado en un recipiente barato o en un lugar donde no nos sentimos cómodos.
Estos ejemplos nos hablan de como nuestros prejuicios, preconcepciones o expectativas inciden en nuestras elecciones. Nuestra historia evolutiva nos dice que dichos prejuicios y expectativas fueron fundamentales para nuestra sobrevivencia. El cerebro necesitaba organizar en un nivel pre-consciente las experiencias para responder con rapidez a las situaciones problemáticas que confrontaba y de las que dependía para sobrevivir.
Con el tiempo, esta forma de procesar la información se incorporó a nuestra memoria evolutiva y al dia de hoy, a pesar del refinamiento provocado por la civilización, seguimos respondiendo de manera inconsciente, de acuerdo con nuestros patrones primarios.
Por esta razón, aunque a un nivel consciente rechazemos el tribalismo, la violencia y los prejuicios de nuestra historia evolutiva, los mismos siguen incidiendo en nuestro comportamiento cotidiano.
Reconocer el carácter primario de nuestros prejuicios no significa aceptarlos como una especie de “condena biológica”. La historia evolutiva de la especie humana también muestra nuestra capacidad de transformar nuestra biología e “imponerle” esa segunda naturaleza que constituye la cultura.
Para ello, se hace necesario ser conscientes de nuestros prejuicios, explicitarlos, pues nuestra conducta cotidiana se desenvuelve muchas veces bajo el signo de la negación permanente de los mismos.
Y es ahí donde se encuentra una de nuestras trampas más comunes. Olvidamos que “el peor prejuicio es creer que vivimos sin ellos”. De hecho, hemos llegado a creer que somos capaces de construir experiencias cognitivas desprovistas de preconcepciones. Pensamos que ellas viven fuera de la casa, mientras conviven con nosotros apaciblemente en nuestro dormitorio.