Los principios rectores de todo Sistema Internacional o Modelo de Orden, son aquellos preceptos fundamentales que contribuyen de manera decisiva a regular u ordenar su funcionamiento. Según Kissinger, son dos principios que dependen el uno del otro: “Razón de Estado y Balance de Poder” (Kissinger, Henry “La Diplomacia”, FCE, Buenos Aires, 1996). Por la Raison d’État, el gobernante está obligado a obtener el bienestar de su pueblo y el engrandecimiento del Estado; para lograrlo, debe recurrir a cualquier medio. En otras palabras, no es la ética universal la que debe guiar su accionar, sino aquellos métodos que le permitan alcanzar sus objetivos. Esta primera noción de interés nacional, fue acuñada en Italia durante los siglos XV y XVI y, más tarde, adoptada en Francia por el cardenal Richelieu, ministro del rey entre 1624 y 1642. De hecho, el cardenal fue un pionero al desarrollar esta idea durante la Guerra de los Treinta Años, para orientar la política exterior de su país. En el siglo siguiente, muchos otros Estados la incorporarían como norma de comportamiento político.
Resulta interesante observar que esta idea será tomada más adelante por otros pensadores; entre ellos Max Weber. En efecto, cuando el autor analiza las relaciones entre la ética y la política, señala que el estadista está irremediablemente obligado a buscar lo mejor para su pueblo; para poder cumplir con su cometido, no puede regirse por la ética absoluta de la convicción, sino por la ética de la responsabilidad. Es decir, por aquel precepto que le garantice los resultados esperados. “El objetivo de Richelieu era poner fin a lo que él consideraba el cerco de Francia, agotar al imperio de los Habsburgo e impedir el surgimiento de una gran potencia en las fronteras francesas. Para lograrlo, la única norma que siguió para hacer sus alianzas fue que sirvieran efectivamente a los intereses de Francia.” (Dougherty, James E. y Pfaltzgraff, Robert L. “Teorías en pugna de las Relaciones Internacionales”, GEL, Buenos Aires, 1993). En realidad, el Cardenal Richelieu sometió la religión y la moral al precepto de la razón de Estado que se convirtió en su única guía. De esta forma, durante el siglo XVII, Francia venció en la Guerra de los Treinta Años y alcanzó tres metas fundamentales: se convirtió en la potencia dominante en Europa; extendió muchísimo su territorio y debilitó profundamente a sus adversarios. Ahora bien, en el siglo XVIII, cuando todas las potencias intentaron aplicar el mismo principio para satisfacer sus necesidades, las relaciones interestatales se complicaron notablemente. Esta situación derivó en la búsqueda de un equilibrio que, de alguna manera, funcionara para todos. En otras palabras, a fin de mantener un esquema de poder más o menos satisfactorio y eficaz, los líderes buscaron establecer pautas y reglas de conducta para limitar las pretensiones de quien quisiera alcanzar la supremacía.
En virtud de los desajustes que podía provocar entre los actores la aplicación de “Razón de Estado”, se impuso paulatinamente un nuevo principio regulador: “Balance de Poder”. Un precepto establecido para facilitar la coexistencia entre las potencias hegemónicas y que terminó convirtiéndose en el principio rector del orden mundial. La comprensión de su implementación puede establecerse a partir de una premisa básica: “Si las fuerzas individuales de los actores se dejan en libertad, cada uno buscará su interés de manera egoísta, lo cual podría afectar negativamente el equilibrio del sistema y pondría en riesgo su conservación” (Dougherty, James E. y Pfaltzgraff, Robert L. Ob. Cit.). En otras palabras: cuando todas las potencias empezaron a guiar su política exterior a partir del principio de Raison d’État, era lógico que alguna de ellas tratara de dominar a las demás. Para evitar esta situación, las que se sentían amenazadas, tratarían de resistir conformando alianzas que aumentaran sus fuerzas individuales. Si la coalición era lo bastante poderosa para detener al agresor, se alcanzaría el equilibrio o balance de poder; en caso contrario, ese país alcanzaría la hegemonía. Un ejemplo concreto de lo dicho fue la conformación de la Gran Alianza, la más grande coalición de fuerzas que se vio en la Europa Moderna; liderada por Inglaterra e integrada por Suecia, España, Saboya, Austria, Sajonia y Holanda, esta liga combatió casi constantemente contra Francia entre 1688 y 1713. Esta situación habría de replicarse un siglo después, cuando se articularon siete coaliciones para derrotar a Napoleón Bonaparte.
Es necesario advertir que el concepto “Balance de Poder” es sumamente amplio e incluso, ambiguo. Para simplificar estas dificultades, tomaremos en cuenta la posición de Esther Barbé, para quien “Balance of Power” puede definirse de tres maneras posibles: 1) Como Situación: Alude a una situación en la que se observa una determinada distribución de poder. En este caso, puede hablarse de equilibrio o de desequilibrio; 2) Como Política: Configura una estrategia llevada a cabo por los Estados para impedir la preponderancia de uno de ellos; 3) Como Sistema: Se trata de un marco de pautas o reglas, diseñadas en función del objetivo primordial: el mantenimiento de ese equilibrio (Barbé, Esther “El equilibrio de poder en la teoría de las Relaciones Internacionales”, 1987). En cuanto a las reglas que se implementan para contribuir con ese principio rector, son fundamentalmente cuatro: 1) Negociar antes que luchar; 2) Luchar frente al aumento de fuerzas, es decir, enfrentar a cualquier actor que busque la supremacía; 3) Dejar de luchar antes que eliminar a un actor esencial; 4) Permitir el acceso de nuevos actores. Con respecto a los métodos para preservar o restaurar el equilibrio, la premisa central sería la famosa consigna: Dividir para reinar. En otras palabras, se trata de disminuir la capacidad de los poderosos y de impedir que se gesten alianzas de gran magnitud. También se consigna como conductas aconsejables: 1) Otorgar compensaciones después de una guerra; 2) Crear Estados-Tapones para contener la expansión de las potencias; 3) Conformar alianzas y áreas de influencia; 4) Hacer prevalecer la negociación diplomática; 5) Recurrir a la fuerza sólo en caso necesario.
En líneas generales, puede decirse que los líderes buscarán siempre alcanzar la solución pacífica de las controversias pero, llegado el caso, recurrirán a la fuerza. En definitiva, la esencia del modelo radica en impedir el acrecentamiento del poder de una potencia, pues ello podría derivar en que ésta terminara dominando al resto. De hecho, las apetencias hegemónicas ponían en riesgo la seguridad, fragilizaban la estabilidad del sistema y comprometían la existencia misma de sus partes. Por lo tanto, la única forma de preservar la armonía e incluso la propia vida de los actores, era evitar, a toda costa, el encumbramiento de alguno de los grandes. Durante esta etapa, las relaciones inter-estatales se manejaron, fundamentalmente, a través de dos instrumentos: la diplomacia y la guerra. Como ya se ha señalado, las potencias tendieron a priorizar la solución pacífica de las controversias y es por ello que todo el aparato diplomático se desarrolló y se fortaleció considerablemente. Sin embargo, cuando esta práctica no producía los resultados esperados, el estallido de enfrentamientos armados se hacía casi inevitable.