“Sólo conviene la mediocridad. Esto lo ha establecido la pluralidad, y muerde a cualquiera que se escapa de ella por alguna parte”-Blaise Pascal.
Estamos viviendo en un mundo donde el acceso a los que tienen poder o fortuna o las dos cosas a la vez solo puede lograrse con presentes, halagos, sumisión, adulaciones rastreras e intencionada superficialidad. El mundo de la política, con sus espacios pantanosos y cada vez menos modelo a seguir, es un buen ejemplo.
Cuando observamos detenidamente a los responsables de altos cargos en la Administración encontramos que hay unos cuantos técnicos, profesionales o investigadores, procedentes invariablemente del sector privado o la academia, que nos llenan de satisfacción. No obstante, una mirada a todo el conjunto, nos deja decepcionados. Más de lo mismo: naturaleza lobuna mezclada con bajísima cultura general y lamentables conocimientos firmes sobre algo, es la regla general. Ciertamente, algunos de los encumbrados de la noche a la mañana a las funciones de ministros y directores generales dejan mucho que desear en sus exposiciones en los medios de comunicación o cuando son abordados por grupos de experimentados periodistas.
Generalmente el número de los funcionarios sabios y experimentados, sin manchas morales detectables en sus largas o breves trayectorias de vida pública o privada, se quedan en la gatera, la mayoría de las veces sorprendidos por el poco peso relativo y absoluto que tienen, ante los ojos de sus jefes políticos, sus conocimientos y experiencia de Estado.
Es una verdad muy conocida que la repartición de los cargos clave de la Administración tiene lugar antes del triunfo electoral, con el agravante de que muchos de los “veteranos” dirigentes o sus descendientes, que suelen ser invariablemente fieles a la misma perspectiva clientelista depredadora de la función pública que critican, piensan que los asientos en el gobierno son hereditarios o que cualquiera que haya hecho algún tipo de ruido mediático para beneficio del partido o demuestre haber acompañado jadeante al candidato en las largas jornadas de ablandamiento de conciencias, o tenga un familiar influyente dentro o fuera de la agrupación política o haya invertido alguna suma importante en la campaña electoral, tiene el suficiente potencial para pisar la alfombra roja de nuestro hermoso Palacio Nacional o entrar, todavía algo incrédulo, sorprendido y algo mareado, a los flamantes despachos de las sedes principales de ciertos órganos de gobierno del Estado y organismos importantes. Un caso particular son los concursos públicos consignados en la ley para seleccionar en justicia a ciertos funcionarios. Estos terminan siendo un montaje de mal gusto o “crónicas de muertes anunciadas”. Ensambladuras, pérdida de tiempo para los ilusos excelentes y experimentados profesionales convocados, bofetadas a la transparencia y a la justicia.
Ramón Alburquerque, experimentado técnico y dirigente político del PRD histórico, disminuida agrupación política que tiene como hijo aventajado al PRM, no aceptó en agosto de 2020 su designación por decreto como presidente sin funciones de la empresa de Generación Hidroeléctrica Dominicana (EGEHid). Entendemos que para el sabio ingeniero químico y experto energético y minero, sin mencionar otros muchos ámbitos del conocimiento que domina con soltura, coherencia expositiva y destacada profundidad, tal nombramiento fue una hermosa desconsideración pública.
Siempre hemos afirmado que entre los dirigentes que sacan con frecuencia la cabeza del partido gobernante, Alburquerque es uno de los más brillantes y estudiosos.
Pocos podrían dominar y dilucidar como él temas técnicos y científicos intrincados y relevantes. En medio de tantas bocazas militantes, que hoy vemos en poltronas gubernamentales que sí tienen funciones reales y delicadas, nos parece una injusticia mayúscula que al ingeniero Alburquerque, ya en la etapa de su vejez enérgica y productiva, lo hayan dejado deliberadamente al margen, como a un militante anónimo, ni más ni menos. Simplemente, no estaba en la lista de distribución clientelar de los ministerios, entre ellos el de Energía y Minas, entidad que le queda como traje hecho a la medida al ingeniero Alburquerque.
El conocimiento verdadero y la objetividad innegociable son activos en decadencia. Pueden ser, en muchos casos, buenas razones para el rechazo y el aislamiento. Es más, generalmente están presentes como factores motores del ostracismo político y hundimiento profesional. Para sobrevivir debemos aprender las malas artes de la adulación, hablar con torpeza y faltas gramaticales, sonreír cuando no hay razones para hacerlo, engañar y hacer trampas ingeniosas, correr detrás de un candidato, doblarse con reverencias a la francesa, simular simiescos actos de cortesía, escribir y decir por encargo, refinar todo el tiempo la magia negra de la hipocresía y decir sandeces para asegurar el estatus o la posición regalada a nuestra ignorancia.
Ramón Alburquerque merece más de lo que pretendía en la Administración.
No es un simple repetidor de fantasías y subjetividades. Es un hombre de ciencias, un técnico consumado, el más prolífico gerente que ha tenido el Senado de la República y un militante político desde los tiempos en que este pueblo intentó fallidamente concretar con sangre y fuego los sueños de una fugaz, lastimada e interrumpida adolescencia revolucionaria.
No lo conozco personalmente, pero al verlo disertar en televisión desde el último vagón funcional del “cambio”, no pude dejar de escribir las sentidas líneas que han terminado de leer.