La crisis electoral que vive el país comenzó a incubarse con los aprestos reeleccionistas del presidente Danilo Medina, cuando de forma subrepticia empezó a gestionar una segunda reforma constitucional que le permitiera mantenerse en el poder por un tercer período de forma consecutiva, contradiciendo su discurso de campaña de 2011 mientras  procuraba alcanzar el poder.

Para entonces el aspirante presidencial afirmaba que solo quería un período, despreciando de forma ¿enérgica? la reelección, siempre bajo el argumento de que ésta dañaba la economía, corrompía a los actores involucrados en ella, al punto de que el que la promovía tenía que ser capaz de tragarse un tiburón podrido sin eructar, una imagen muy conocida en el país y que grafica la pérdida de escrúpulos en el ejercicio de la política.

Durante la campaña para su primera reelección el discurso cambió, y  pudo sostenerlo tras diseñar una estrategia de comunicación con brutal inversión económica que lo vendió como cercano al pueblo, sencillo y paternal. La idea era sembrar en el imaginario de toda la sociedad que él era una necesidad nacional, y por lo tanto debía levantarse una consiga de pretensiones mesiánicas que lo revestida del mayor consenso: “Danilo sin ti, se hunde este país”.

Una consigna que invitaba al miedo, porque si él abandonaba el poder, una catástrofe de dimensiones apocalípticas se apoderaría del país. La evidente manipulación, sumada el derroche de los recursos del Estado para lograr el propósito reeleccionista, trajo a la memoria aquello del tiburón podrido, solo que, el río de dinero usado a favor de su proyecto, ahogó los recuerdos que despertarían en el segundo intento continuista frustrado a golpes de masas y bajo el liderazgo de Leonel Fernández , cuando el pueblo tomó el Congreso para hacer valer su rechazo.

En este segundo intento, la magia embaucadora de sus asesores brasileños comenzó a ser desnudada y más del 70 por ciento de la población le plantó cara al proyecto; entonces comenzó a salir “el verdadero yo” expresado en la intolerancia abierta. La administración “democrática”, “cercana”, esencialmente mediática, mostró visos de autoritarismo: la guardia ocupó en Congreso (una acción que recuerda los autogolpes) y de ahí en adelante una cacería de corte estalinista inició en el partido de gobierno con la intención de sembrar el miedo entre los militantes opuestos al propósito del poder.

Derrotado (a pesar de las denunciadas ofertas, compra y venta de votos en el Congreso), quien vendió la imagen de Nuevo Benefactor de la Patria, se concentró en la ley de partidos para cerrarle el paso a Fernández que lucía imbatible. Una maraña de tretas “legales”, movimientos políticos y tubos de ensayos que pasaron por tomarle el pelo a Reinaldo Pared, Amarante Baret, Temístocles Montás, Radhamés Segura, Domínguez Brito y otros sin raíces partidarias, cuando sacó de debajo de su manga a un individuo que, a todas luces, carece de luces para la magnitud de la encomienda.

La irresponsabilidad política de candidatear a una figura de poco peso requirió de un derroche inimaginable de recursos que apuntan a esquemas de corrupción de gigantescas proporciones que debió ser combinada, pues su insuficiencia les empujó a tramar un fraude de diversas manifestaciones, prevenibles tras las denuncias hechas antes de las primarias.

El fraude ejecutado selló la división del partido de gobierno que marcó el nacimiento de la Fuerza del Pueblo, y con ello la reconfiguración del escenario político partidario que condujo a un diseño fraudulento diferente para robarse las elecciones municipales, congresuales y, sobre todo, las presidenciales, acción que comenzó a consumarse el  pasado 16 de febrero.