Por haber leído un domingo por la tarde y de un tirón la obra del compueblano escritor Rafael Martínez Céspedes titulada “Un país de telenovela” –agosto 2013- donde en elocuentes décimas describe la dictadura de Trujillo, me tomaré inicialmente la licencia de referirles a los lectores lo que me está sucediendo durante los últimos años con la fracción vespertina del séptimo día de la semana, que en los calendarios nacionales se resalta con números rojos como si de una festividad patria o santa se tratara.
Por décadas el último día de la semana acostumbraba pasarlo en el antiguo balneario de Guibia o en el contiguo club de profesores de la UASD mutando ambos esparcimientos con posterioridad por la cercana playa de Boca Chica, siendo tan asidua mi frecuentación a esta última que establecí fuertes lazos de amistad con vendedoras de frituras y propietarios de comedores y cafeterías allí destacados, al extremo de que el nombre de la playa me fue adjudicado en sustitución del mío propio.
Los ciclones y huracanes que azotaron a finales del siglo pasado la parte sur oriental de la isla destrozaron la tupida copa de los almendros que garantizaban en el litoral una acogedora y cerrada sombra, percance que asociado a la eliminación del muro de contención antes existente en la orilla y a las devastadoras obras de dragado para profundizar sus aguas, arruinaron la calidad de este popular balneario hoy irreconocible por los nostálgicos de aquella irrepetible época.
Desde entonces abandoné la visita dominical a sus mansas y apacibles aguas sin ser sustituida por desplazamientos a otros sitios de recreo de la vecindad, hecho que me ha planteado el doméstico y personal problema de qué hacer los domingos, sobre todo en horas de la tarde, pues las matutinas por levantarme a media mañana, leer la prensa y desayunar no me ocasionan desasosiego alguno cuando pienso en el empleo de su tiempo.
Creía que esta dramática inquietud, este extraño bloqueo de agendar adecuadamente las tardes de los domingos era algo que sólo a mí me afectaba, pero al descubrir a través de lecturas diversas, comentarios de amigos y canciones populares que otros eran también víctimas de la misma tribulación, su conocimiento no me alivió pero sí contribuyó a que no me sintiera como una excepción en un mundo donde son pocos los que pueden presumir de originalidad.
Hay una canción del brasileño Nelson Ned titulada “Domingo en la tarde” en la que se queja de no tener nada que hacer en esa parte del día a la que considera muy triste. El escritor español Javier Pérez Andújar en su obra “Paseos con mi madre” sostiene que nada existe más parecido al fracaso que un domingo por la tarde. Yukio Mishima el más célebre novelista japonés señala que muchos hombres odian las tardes de los domingos porque sus salidas con fines de diversión se efectúan en horas nocturnas, y entonces se sienten desconcertados en el espacio vespertino.
En la centuria pasada el poeta francés Jacques Prevert escribió un poema titulado “Odio los domingos” cuyo texto cantó como muchísimo éxito la cantante y comediante de igual nacionalidad Juliette Greco, donde insistía en la necesidad de violar el carácter sagrado de los domingos mediante una ocupación profana. En fin, no pocos amigos me comunicaban el desaliento que se apoderaba de su espíritu los domingos por la tarde, y aunque fuera no laborable deseaban la llegada del lunes para librarse de la atonía, de la ausencia de voluntad que los distinguía.
Al enterarme de todo esto resolví hace poco tiempo sepultar el decaimiento que me invade entre las páginas de un libro, y aunque mi hábito es leer todas las tardes de los días de semana resolví proseguirlo al estimar que esta alternativa era la menos costosa y segura para superar esas tardes inacabables del séptimo día de la semana. Esta fue la razón para que un domingo del pasado mes de junio devorara de una sentada –como si de un buen mofongo o pizza suprema de Pizza Hot se tratara- su libro concerniente al personaje que temíamos y reverenciábamos simultáneamente: Trujillo.
Debo iniciar mis comentarios sobre esta última entrega del Sr. Martínez denominada "Un país de telenovela” significando, que su lectorado está habituado a su forma de narrar donde la décima o espinela asume el papel estelar ya que en su libro “Santiago en el corazón” disfrutamos en cada una de sus páginas de la maestría con que maneja y domina este difícil instrumento de expresión escrita.
Luego de degustar sus sabrosos y picantes juicios contenidos en su “Introducción” donde se pregunta por qué somos como somos; qué nos ha ido convirtiendo en un país de telenovela; quién ha escrito el guión y otras interrogantes por el estilo, le advierte al lector la razón de reseñar de forma sintética sus escritos sobre la Era de Trujillo y además, por qué escribió sus conclusiones bajo forma de décimas tal y como hace José Mercader para identificar sus caricaturas en el suplemento sabatino “Fin de semana” de El Caribe.
En 32 episodios combina armoniosamente la prosa y la décima haciendo una particular disección de la dictadura, dando cuenta de sus aventuras y facetas más representativas a las cuales no designa con su nombre real pues seguiré a caballo se denomina “con la fusta en el trasero”; la pasión del déspota por las niñas es “Como un fauno enloquecido”; el asesinato de sus enemigos en el exterior es “Frankenstein en el mar Caribe”; la invasión por Constanza, Maimón y Estero Hondo es “El principio del final” hasta el último en que se pregunta ¿Tenía razón Don Ismael?
Como ha ocurrido en otras de sus obras y con la finalidad de que su público interprete mejor su mensaje, tiene Martínez la gráfica costumbre de ilustrar con viñetas el contenido de cada uno de sus 32 retratos reflejando algunos de ellos un tal poder de creatividad y autenticidad que descubren el artista que se esconde detrás de una forma de versificación tenida por rural o populachera por ciertos trovadores de la actualidad. A estos últimos les digo que Violeta Parra escribió sus “Memorias” en décimas.
No debo omitir en este sentido la viñeta ilustrativa del episodio No.15 denominado “No se podía respirar” ya que la imagen explicativa es la de una solitaria y diminuta plantita aprisionada entre poderosos y pétreos adoquines que sirven de pavimento a una calle, representando el vegetal la frágil y vulnerable libertad de expresión y acción existente en el país en aquel entonces, mientras que el sólido y amenazante adoquinado simboliza la resistencia a vencer. Esta alegoría es para mí la mejor lograda de todo el libro.
Después de su lectura sería oportuno preguntarse si esta forma singular de escribir en que en un extraño concubinato se amalgaman la prosa y el verso, tendrá alguna influencia en el imaginario popular dominicano. Pienso que sí por los recordados que son las espinelas de Juan Antonio Alix; los inolvidables que han sido los proverbios y refranes que caracterizaron la tiranía de Lilis y en especial, las cotidianas sentencias y aforismos de que se sirven las clases populares para traducir sus más variadas actitudes ante la vida.
Quizás el tiempo será el mejor aliado de Martínez para que sus décimas tomen arraigo en la conciencia de la población como forma de interpretar la tiranía trujillista, y al parecer la versificación está en los últimos tiempos alternándose con la narrativa al momento de describir una época, una persona, tal y como hizo no hace mucho Ramón Lorenzo Perelló que en “El sonetario de los santiagueros ilustres” retrata en 14 versos a personalidades brillantes que a su juicio han ennoblecido su ciudad natal.
Si Lope de Vega, Calderón de la Barca, Jorge Guillén y Violeta Parra entre otros han logrado sobrevivir a su época haciendo uso de composiciones en décimas, sería aconsejable que algunos bardos del patio al igual que el autor de “Un país de telenovela” se manifestaran a través de ellas y así los dominicanos de la presente y futuras generaciones podrían observar y estudiar la realidad a través de un prisma-las décimas- que tiene varios siglos de uso revelándose como una interesante herramienta de expresión en quienes saben cultivarla.