A Rafael Cuello Hernández (Rafuchi) lo conocí en Monterrey, México, en el Instituto de Estudios Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey, (ITESM), cuando se me presentó como hermano de José Israel Cuello, mi compañero del PCD, y entablamos de inmediato una buena amistad, pues era un personaje, lo que se dice un personaje simpático y alegre, que se hacía querer de inmediato por su carácter extrovertido y jovial. Hacía de improviso unos chistes de apaga y vete que nos hacían reír de buena gana, pero brillaba, y lo admirábamos, sobre todo, por su inteligencia fuera de serie. Una inteligencia muy fuera de serie.
La llegada de Rafuchi, a lo que hoy se conoce como Tec, una institución que figura, si no me equivoco, entre los diez mejores centros educativos del mundo, fue en realidad todo un acontecimiento entre los casi cien estudiantes becados durante el gobierno de Juan Bosch. Rafuchi no era parte de los becados, y nunca le gustó Monterrey ni el Tec, pero empató amistosamente con la mayoría, estudiantes y profesores, por su modo de ser y excelencia académica.
Cursé por lo menos una materia con él, Matemáticas de conjunto y era el único que no tomaba apuntes. Se mordisqueaba despiadadamente las uñas, lo que le quedaba de uñas, y entendía al vuelo las lecciones del profesor. A la salida de clases solía conversar con otros estudiantes para explicarles cosas que para ellos habían quedado a oscuras y él sólo les decía, "Pero sí está todo clarito y además está en el libro", pero para los demás todo quedaba muy oscuro.
Le preguntaban, "Cómo le haces, mano, si ni siquiera tomas notas y lo entiendes todo". Él decía que precisamente por tomar notas no entendían, que se fajaran con el libro, pero no convencía a nadie. Yo y otros tampoco entendíamos el libro ni al profesor. Alguna vez pensé que el secreto de Rafuchi para entender era comerse las uñas y lo intenté varias veces, pero no me dio resultado. Esto es puro relajo, pero lo cierto es que lo recluté varias veces para que me diera clases privadas y gratuitas junto al Pike y a Hugo en el apartamento de la Colonia Roma y entre una explicación y un chiste me hacía comprender algo. Ni él ni Gil Mejía tuvieron un alumno más bruto que yo en que se refiere a matemáticas, que para mi es una ciencia oculta.
El más aprovechado era Hugo que a veces no entendía una fórmula pero cuando Rafuchi le explicaba no más decía, "Chingada, fíjate que fácil".
Las clases privadas con Rafuchi terminaban cuando le daba sueño y nunca se iba a dormir a su casa. Tumbaba el colchón de mi cama duplex, si así se llama y se dormía al instante, y yo dormía en el bastidor semi acolchado, que no era tan incómodo a esa edad. A las seis de la mañana, a más tardar, ya estaba en pie, fresco como una lechuga. Persistió en su antipatía por Monterrey y el Tec y se fue a estudiar a Roma, donde se graduaría de físico con honores y lo perdí de vista durante muchos años. Juanín Curi, por cierto, era otro que compartía su desamor por Monterrey y el Tec y fue a terminar sus estudios de economista a Cánada.
A mi regreso de Monterrey, después de haber fracasado en los estudios de ciencias, me lo encontré un día de vacaciones en Santo Domingo e insistió en que fuera a estudiar humanidades en Roma, la ciudad y universidad que él consideraba más acogedoras del mundo. En eso no se equivocaba.
Antes de partir, José Cuello, su hermano, me dijo estas palabras: "No te asombres cuando llegues, Italia es el único país del mundo que se parece a sus películas." José tampoco se equivocaba.
En fin, Rafuchi me dio alojamiento en su apartamento en Roma y yo conseguí los medios familiares para irme a cursar esa carrera. El alojamiento era gratis, la universidad costaba ochenta dólares al año, prorrateados entre un pago de cuarenta dólares y dos de veinte. Con pocos dólares vivía decentemente y cuando algo faltaba Rafuchi me auxiliaba.
Recuerdo, además, como ese apartamento de la Via Tuscolana 339 parecía una miniembajada dominicana, con tantos estudiantes que pasaban hacia y desde Moscú (los becados del PCD). Rafuchi siempre los acogió del modo más natural.
Viví allí hasta que se casó con Catana Pérez, la musicóloga y pianista de extraordinarios ojos verdes que fue su compañera hasta el fin de sus días. Ya entonces sabía defenderme en Roma y al poco tiempo estaba instalado en otro apartamento.
A la generosidad de Rafuchi debo en parte el título universitario de Doctor en Letras que me ha permitido desempeñarme decentemente en la UASD durante treinta años, y retirarme como profesor Meritísimo con un sueldo decente. De eso vivo hoy, de lo que Rafuchi me dio, en parte, la oportunidad de ser.
Entre sus compañeros de Monterrey, los dominicanos que estudiaron con él en el ITESM, que hoy se llama Tec, la noticia de su muerte cayó como una bomba. Nadie lo anticipaba. Se nos fue de repente. Siempre fue uno de los personajes más queridos del grupo y se nos fue de repente. Todavía seguimos queriéndolo y llorándolo. Recordando ese modo suyo de ser tan explosivamente especial a la hora de contar chistes y explicar los secretos de la más intricada matemática, mientras se mordía despiadadamente las uñas. La muerte empaña todos los espejos y cede paso al duelo. Pero de alguna manera, a Rafuchi, sus ex compañeros del Tec lo recordamos con alegría.