A muchos les sorprende que tantas personas rechacen vacunarse y usar mascarillas, y por tanto se expongan a una muerte terrible ahogándose en una cama de UCI con un respirador artificial, en el mejor escenario. Que millones votaran por dos charlatanes inmorales y que les creyeran todas sus mentiras, tanto en Estados Unidos como en Brasil. Asombrados de que el odio a los extranjeros, los negros, las mujeres y pobres sea el eje central del pensamiento de tantos individuos que por su formación profesional y personal uno esperaría otra perspectiva. Inconcebible que la magia y no la ciencia sea el fundamento de la existencia de tantos y la predicación de otros cuantos.
Sin pretender darle bombo a mi oficio, no es desacertado citar a Bertrand Russell quien señaló que: “El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía, va por la vida prisionero de los prejuicios que derivan del sentido común, de las creencias habituales en su tiempo y en su país”. Esa es la vida vulgar de las mayorías, no porque sean tontas o brutas, sino porque se sienten más cómodas siguiendo la manada que cuestionando el orden o poniendo en suspenso las ideas dominantes. Sócrates es el caso ejemplar en el origen del pensamiento crítico occidental de los riesgos de pensar por cuenta propia y no seguir el rebaño. Cuestionar la vulgaridad puede llevar a la muerte.
Desde el examen más liviano hasta el más riguroso de la historia de las sociedades que los humanos han constituido, y dejado su testimonio por escrito, se descubre que las mayorías son temerosas de cambiar el curso de su existencia. Incluso cuando su existencia colectiva es puesta en riesgo, únicamente responden con rebeldía si algún liderazgo los convence o el espíritu de manada los conduce a la confrontación. Envalentonados, regularmente con poco criterio, las multitudes son capaces de ejecutar acciones atroces creyendo que están solucionando un problema que en la mayor parte de los casos no existe. Es la tentación de las cebollas de Egipto.
Pensadores y teólogos, científicos y literatos, inventores y artistas, han pagado con su vida alejarse del redil y transitar caminos que han beneficiado mucho a la humanidad. Recuerdo a un profesor de teología en Loyola de Chicago que comentaba a menudo que muchos de los herejes del presente serían los santos del futuro, y para respaldarlo citaba muchos casos, comenzando por el mismo Tomás de Aquino. Platón en su carta séptima se refería así sobre su maestro: “…mandaron a Sócrates, mi anciano amigo, a quien no temo proclamar el más justo de los hombres de este tiempo, que fuera con algunos otros a apoderarse por la fuerza de un ciudadano que habían condenado a muerte, queriendo de esta manera que Sócrates se hiciera su cómplice, quisiera o no quisiera. Pero Sócrates no obedeció, prefiriendo exponerse a todos los peligros antes que asociarse a sus crímenes”. Semejante caso nos lo encontramos con Jesús, que la multitud prefirió liberar a Barrabás, y condenarlo a la muerte en cruz.
Con toda esta argumentación no pretendo denostar las mayorías, ni establecer un culto a las minorías, de eso ya se encargó Ortega y Gasset y antes que él el mismo Karl Marx. Es un hecho que la especie humana -y posiblemente toda forma de vida- se acomoda a donde se desarrolla o al nicho que encuentra donde estar cómodo. El conservadurismo siempre es una respuesta a los miedos que se generan frente a la transformaciones tecnológicas, culturales y sociales. La apelación a las costumbres y tradiciones son suspiros amargos por pasados que se desvanecen y el terror a la incertidumbre de los cambios, el miedo al futuro. La incertidumbre nos asusta.
Los cambios en sí mismos no son virtuosos, pueden incluso ser un salto al abismo para una comunidad o pueblo, pero mantener el statu quo es una bomba de tiempo que va creciendo y cuando estalla destruye inmisericordemente infraestructuras y vidas. Ese es el resultado de las dictaduras y las estructuras rigoristas. Karl Popper ha sabido defender las formas sociales flexibles que permiten integrar innovaciones con agilidad, dándole el nombre de “sociedad abierta”. Los fanáticos del viejo orden, del camino antiguo, del anciano régimen, de las formas tradicionales, y otros nombres que nuclean a los reaccionarios, son seres dominados por un miedo tan visceral que mutila incluso sus capacidades naturales de creación. Es el Jorge de Burgos de El nombre de la rosa o el Silas del Código Da Vinci.
Entre la parálisis absoluta -imposible de hecho- y el cambio permanente -igual de absurdo- vemos como todos los grupos sociales, organizaciones, comunidades, naciones y hasta la humanidad en su conjunto, existe tensionada entre la conservación y el cambio, tal como Heráclito lo señalaba, en los mismos ríos nos bañamos, pero aguas diferentes corren por ellos. La permanencia es obligada para develar el cambio, y el cambio nos permite identificar lo que permanece.
La mayoría, ese vulgo que constituye el grueso de cada sociedad, que le brinda cierta unidad, es temerosa por motivos tan básicos como la sobrevivencia, se moldea lentamente con los cambios, no es tan rápida en aceptar lo nuevo como las minorías y las juventudes, pero cambia, es inevitable. Esas masas cargadas de mitos, proclives a ser arreadas por populistas y líderes carismáticos, usualmente detesta a quienes piensan diferente o están contra quienes son críticos con sus usos y costumbres. El énfasis en una educación de calidad contribuye a que una mayor parte de la sociedad sea motor de cambio, pero los defensores del poder político, cultural y social actual, los grandes beneficiarios de la situación presente no desean que tanta gente piense por cuenta propia, con unos pocos bien vigilados les basta.
La vulgaridad, ese cuerpo informe que constituye el peso muerto de la vida social, siempre frena, hasta donde puede, y si logra detener todo por suficiente tiempo, crea las condiciones para grandes convulsiones revolucionarias que arrasan con toda la mentalidad conservadora. No porque vengan otros, sino porque cambia la gente. Recordemos la anécdota del periodista gringo que afirmó que en el 1961 la población dominicana se duplicó, porque había tres millones de trujillistas y a los pocos meses había tres millones de antitrujillistas.