Nadie imaginó que el locutor Tommy Melo se convertiría años después en un disck-jockey alborotado y estrambótico autollamado Tommy and Melo. En la icónica emisora musical capitalina Radio-Radio, donde laboraba, la bulla y las extravagancias estaban prohibidas, y él jamás dio señales de salirse de ese molde. Ante cualquier desliz, en cabina estaba el exclusivo teléfono rojo, el del terror, que sonaba inmediatamente. Años ochenta del siglo XX.

Pero –entre todos los locutores–  él exhibía detalles particulares que a nadie pasaban inadvertidos. Le decían entre risas que él vivía “espantao”. Este joven flaco, de piel amarilla, simpaticón, repente daba un salto y hacía movimientos de animales con aceptable destreza. Decía que practicaba Kung Fu. En realidad, su cuerpo no presentaba visos de grasa. No era raro verle masticar hojas porque “ayudan mucho”. Siempre llegaba con su bolsa con hojas verdes que compraba en el mercado de la Mella. Kinésico, especie de faquir, era la antítesis de Tomás Taveras, pequeño (no más de cinco pies), con una voz fuerte, pero dueño de una calma que lo hacían digno de mandarle a buscar la muerte. Los dos, como los otros del equipo de jóvenes de Radio Radio, tenían en común que eran cumplidores y tenían sobrados deseos de progresar en la metrópolis.

CAMBIOS A LA VISTA

La emisora, que transmitía en los 1,300 Khz de la AM, estaba bien posicionada, pese a la dura competencia de las poderosas de la banda media, Radio Mil, Radio Comercial y Radio Popular. Bajo mi conducción, el programa El Mundo de la Infancia había ganado el principal premio de la época, El Dorado, y a ello se sumó el Micrófono de Oro. El Sábado Viejo se oía en cada rincón de la capital. Recuerdos del Club del Clan (Nueva Ola) no era menos.

Una mañana, sin embargo, el propietario, Rafael Martínez Gallardo, llegó cabizbajo y me llevó a su oficina. Comentó con un dejo de tristeza: “Tony, no vale la calidad; la publicidad la colocan por amistad, y la poca que tenemos, es un lío para cobrarla”. Se sentía agobiado por los gastos fijos de la empresa y la obligatoriedad para cumplirlos.

“Te tengo una propuesta, Tony. Quiero que cambiemos ésto y comencemos a hacer otra cosa. Vamos a hacer un programa que se llame La Tarde Hablada, igual en la noche y en la mañana. Así, comentamos y les damos participación a los oyentes”, explicó sin advertir quizás que, con su cambio de estrategia, se convertiría en el pionero de la radio hablada. Tampoco, que años después su bien intencionada idea sería desdibujada y la producción radiofónica caería en un marasmo tan acentuado.

Yo, por la necesidad de terminar los estudios de Comunicación en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, hube de cambiar el horario por el nocturno, hasta la medianoche. Un trago amargo para alguien acostumbrado al calor permanente de los oyentes de las mañanas y las tardes. Y por el sermón del propietario: “Si vas a cambiar para el cierre, debes saber que tienes la llave de la emisora y, si roban, al primero que la Policía buscará es a ti”.

Le contesté mascullando: “Si debo devolverle sus llaves, pues, no hay problema”. Se negó y respondió con una palmada por la espalda: “No, descuida, no hay problema, Tony”. Él solía exhibir arrebatos, pero luego se calmaba.     

Martínez Gallardo hizo malabares para mantener a flote su estación. El vendaval económico pasaría en algún momento, pensaba. Un día, sin embargo, llegó convencido de que no podía esperar. Los “cambios” en la radio le habían ganado la batalla. La arrendó a joven empresario de San Cristóbal, José Lluberes.