Cuando en el país pocos hablaban de turismo, la identificación de Radio-Radio, en la voz timbrada de Jesús Rivera, comenzaba así: “Conozca la única región del país donde siempre hay primavera… Visite Jarabacoa…”.  Y llegó un tiempo en que era casi imposible hablar de esa estación sin pensar en las características del ecológico municipio perteneciente a La Vega, en el Cibao Central, como era casi imposible no pensar en Radio Continental al escuchar en la voz ronca de Pedro Justiniano Justiniano Polanco (Pepé): “Dominicano, el agua es vida, no la desperdicies”.  https://www.youtube.com/watch?v=VuTDXDQoWVY.

Radio-Radio, “La emisora de los éxitos”, no hacía alardes de gran potencia en antena, no tanto porque carecía de ella, sino porque el sensacionalismo nunca fue su norte. Fue sin embargo grande en organización, música seleccionada y en fidelidad de sus seguidores, como pocas durante las décadas ochenta y noventa del siglo XX. Obligado referente para otras empresas radiofónicas. ¿Secreto? Respeto por los oyentes y la sociedad. Tal fue la voluntad del dueño, Rafael Martínez Gallardo, nativo de La Vega.

ENTRE BAMBALINAS

Detrás de cada canción de la Nueva Ola, en inglés o en español (Recuerdos del Club del Clan); detrás de la historia de cada éxito, contada con sus años, semanas y días, con sus autores y sus mejores intérpretes; detrás de cada tango (Tangos Inolvidables) y de cada canción infantil ( El Mundo de la Infancia, premios El Dorado y Micrófono de Oro); detrás de cada poema hecho canción por Silvio Rodríguez o Joan Manuel Serrat; de cada saludo y cada petición complacida, había locutores que actuaban en una sola dirección…

Detrás de cada puesta en escena, había un personal identificado con la misión y la visión de la empresa; mientras, fuera de la formalidad, tejía historias cotidianas que se quedaban dentro de las cuatro paredes del perímetro.

Amado Vásquez Ledesma, locutor de la vieja guardia, gustaba en demasía de los tragos. Una de las dos condiciones imprescindibles que daban orgullo a los profesionales del micrófono de aquella época. La otra: ser macho-macho y cabaretero. Regordete y con una voz áspera, no tan microfónica, Amado, sin embargo, caía bien. Su carácter bonachón y su humor a flor de labios le ayudaban mucho a disimular sus debilidades. Américo Martínez (f), hijo del dueño, locutor de la emisora, grandulón y lento, llegó un día de buen humor y, en la salita de espera, bailoteando como siempre, contó entre risas:

“Una vez, Amado estaba trabajando en cabina. Mi papá tenía allí instalado un teléfono rojo, exclusivo para él llamar. Amado puso una canción de un LP y comenzó a enamorarse por teléfono… Se recostó de la silla, subió los pies sobre la mesa, mientras el disco sonaba… Terminó esa canción, comenzó otra y otra y otra… Amado seguía ensimismado, excitado, haciéndole el amor por teléfono a la mujer. Mi papá, desde la casa, marcaba, desesperado, el teléfono rojo, y Amado ni cuenta se daba. Mi papá no aguantó, se montó en su carro y corrió como loco, hasta que llegó al edificio”.

Según el relato, Martínez Gallardo subió raudo, entró por la puerta principal, mientras Amado seguía en su otro mundo. Entonces,  entró a cabina, se colocó detrás de la consola y le cerró el micrófono. En eso, Amado volvió en sí, “y mi papá le dijo, con su calma: Amado, Amado, pero tú has llenado la capital entera de leche”. Amado cambió de mulato para blanco pálido y desorbitó los ojos.

Dejar el micrófono abierto por distracción sucedía tanto como los fiascos al conocer en persona a mujeres oyentes, y viceversa. Las historias se cuentan por montones.    

EL MANÍ DE RAFAEL   

Pablito Reyes, el mensajero, era un personaje pintoresco. Apenas alcanzaba los cinco pies de estatura y cargaba con una hernia que semejaba un balón de rugby, pero se pasaba las horas ufanándose de sus destrezas barriales. No solía faltar a su trabajo, aunque siempre llegaba acompañado de un tufo a ron y cigarro, listo para cumplir con el encargo de ir a comprar el vasito de café al tradicional negocio de El Conde, La Cafetera, sitio de poetas, pintores, locos, bohemios y políticos. Cada mañana, contaba sus peripecias para sobrevivir en su mar de precariedades. Conocía cada casa disquera y a sus ejecutivos, cada artista, cada publicitaria, cada emisora, cada locutor. Cumplía con las encomiendas de la Dirección y, cuando hallaba un chance, grababa casetes con música y cobraba por ellos. “Yo también pico por otro lado, me busco mi viruta”, comentaba orgullo de sus destrezas. Pablito fue un sobreviviente de la pobreza, hasta que, hace unos años, murió.

Uno que gozaba del aprecio del dueño fue el locutor Rafael Tavárez. Eran del mismo pueblo. Durante cerca de dos décadas realizó El Desfile de Éxitos, emisión matutina. Dueño de una voz aguardentosa, tenía una audiencia conquistada de nueve a doce del mediodía. Puntual, pese a sus parrandas nocturnas.

Siempre llegaba a bordo de su Honda 125, ataviado con su casco protector. Flaco como una anguila, se pasaba las horas alternando maní, café y cigarrillos. Era su alimento cotidiano. Su día transcurría entre la emisora y La Cafetera, pues de su turno en cabina, pasaba al estudio de grabación, que también era su responsabilidad. “Te va a morí”, le advertía Pablito.

Rafael era un tipo recio, terco, decidido. Confiaba 100% en su motor; creía que podía tomar y tomar, y nada le pasaría. Un día, mientras cruzaba el puente Sánchez, se estrelló sobre la cama de un camión. Esa vez, los médicos le reconstruyeron la cara y las mandíbulas. Pero su motocicleta era su querida motocicleta. Al final, con ella murió.        

Radio-Radio fue la casa de Pedro A. Báez, diplomático extremo, nadie lo alteraba. Ni el más drástico llamado le hacía perder la sonrisa. Eso sí, locutor a su estilo, poco dado a método, y así gozaba de muchos seguidores.

Lisandro Ventura era un treintón, con porte de galán encerrado en un mundo de novelas. Poco dado al diálogo en la realidad real. Cuando no hacía de locutor, trabajaba como actor, haciendo de hombre estatua en tiendas, entre otros servicios. Era delirio de las mujeres, apreciado por el dueño pese a ser tan enigmático. También era vegano. Decían que se parecía a Sandro de América. Hablaba como en pedacito, sobreactuando cada palabra, cada frase. Siempre responsable con su trabajo, no dado a borracheras.

José  Francisco Arias (El Chico) llegó de Puerto Plata para estudiar en la UASD. Tímido extremo, pero con gran deseos de posicionarse como locutor en la capital, entró a Radio-Radio y allí se ganó el aprecio de todos. Responsable y sano. Por mucho tiempo trabajó en las primeras horas de la mañana, hasta las nueve. La Historia de los Éxitos estuvo sobre sus hombros durante varios años. Volvía a las seis de la tarde para realizar “La salsa suena así”.

Una tarde, JFA llegó puntual al programa, saludó y se equivocó. Al terminar la pieza, volvió a hablar, y se equivocó. Casi todas las veces que abría el micrófono para hablar, la lengua le fallaba. Al finalizar el tiempo, desafiándose, volvió a abrir el micrófono para despedirse, y se equivocó: “Bueno, señores, hoy yo vine con el pies izquierdo”. El talentoso JFA pagaba así la inexperiencia. Aprendía que, cuando un locutor está en sus días malos, lo mejor es hablar poco para equivocarse menos.