Dos semanas después de estar al aire como locutor musical de Radio-Radio, el director Jesús Rivera mandó al mensajero Pablito Reyes a la cabina para que me comunicara que “pase por la oficina”. Un mundo de dudas ocupó mi mente. La garganta se me trancó, las mandíbulas se endurecieron, un friíto recorrió mi estómago y se esfumó la emoción.
Iniciaba la década del ochenta y yo apenas había llegado a la urbe desde Pedernales, en la frontera, para estudiar en la convulsa Universidad Autónoma de Santo Domingo. La metrópoli me resultaba extraña, irresistible, agitada, inhumana. Había hecho pinitos en la única emisora del pueblo, Radio Pedernales (1971). Y en la capital, en RPQ Cadena Azul, y en Radio Eco FM (luego Estrella 90), como director. Rondaba los 20 años.
Al llegar tímidamente a la estrecha oficina (solo cabía un escritorio rutinario y tres sillas: la del jefe y las de los visitantes), me esperaba, sentado, Jesús, un hombre flacucho de uno seis pies de estatura, quien también hacía de locutor y productor del icónico programa de Nueva Canción, Proscenio. “Siéntate ahí”, me dijo. Y obedecí, impaciente.
Seguido me entregó una hoja en blanco y un bolígrafo. Y ordenó: –“Escriba su nombre completo”. Sentí que el cuerpo se petrificaba, pero me animó la seguridad de que era excelente la caligrafía sembrada en la familia y cultivada en la primaria de Pedernales por la profesora Tismari.
Bartolo Antonio Pérez y Pérez. Así le escribí en Palmer, y le devolví el papel. Pensé que pasaría lo peor: cancelado, prácticamente, antes de comenzar a concretar mi sueño.
Él observó lo escrito, durante cinco segundos. Tomó el bolígrafo y subrayó Tony, de Antonio; Pérez, uno de los dos apellidos. Me miró a los ojos y comentó:
“Mire, joven, la emisora se siente muy satisfecha con su trabajo; su voz se adecua muy bien al estilo, pero… pero decir en el aire Bartolo Antonio, se oye medio largo. ¿Qué le parece si cogemos Tony de Antonio, y un solo Pérez, para formar Tony Pérez”.
Un trance para un joven de la UASD de aquellos tiempos en que el debate y la rebeldía estaban a flor de piel. Sobre todo para un joven que ya había recorrido con relativo éxito, en poco tiempo, tres emisoras. En el fondo, lo del director no era el diplomático “qué le parece”, sino una orden para ejecutar ya. Y mi negativa implicaría renunciar a algo tan anhelado de pequeño: triunfar en la radio de la capital. Pasaron unos segundos, miré todo el techo de la oficina, me acaricié la barbilla desierta. Solo le respondí a regañadientes: “Está bien, señor, Tony Pérez”.
UNA ESCUELA
Radio-Radio, en el segundo piso de la tienda El Palacio, Conde esquina 19 de Marzo, no era una emisora cualquiera. Rafael Martínez Gallardo, su dueño, era intransigente con la calidad. Las transmisiones de música popular, desde seis de la mañana hasta las doce la noche, en los 1300 kilociclos de la Amplitud Modulada, eran seguidas con pasión por miles de oyentes. Y en FM, Audio 94, una programación internacional para otro público. https://www.youtube.com/watch?v=VuTDXDQoWVY&pbjreload=10.
La gran discoteca era un referente de long play y discos 45 RPM (no menos de 5 mil) seleccionados a partir de los criterios de calidad más estrictos.
Cada disco que llegara a la estación, debía pasar primero una dura prueba en el estudio de grabación: letra, música, fidelidad. Quedaba anulada, ipso facto, cualquier pieza que dañara a las audiencias. Resultaba atractiva para los oyentes y para artistas de la época, sobre todo los merengueros, que la visitaban de noche para seleccionar canciones y adaptarlas al ritmo criollo.
Los locutores no debían gritar. Se les advertía sobre las consecuencias de la “payola”. La selección de los éxitos obedecía a la anotación de los centenares de llamadas por día, no a listas vendidas.
Los programas Sábado Viejo, Recuerdos del Club del Clan, El Mundo de la Infancia, La Historia de los Éxitos, Desfile de Éxitos, Tangos Inolvidables, entre otros, sirvieron de referentes para programaciones de otras emisoras, y aún perduran en el imaginario de los oyentes.
Se respetaba la dignidad de los oyentes. Radio-Radio era la emisora por la que todo locutor de los sesenta hasta los noventa quería pasar… Y no era por los salarios, porque en nada eran jugosos. Pasaron: Teo Veras, Pedro María Santana, Jesús Rivera, Américo Martínez, Alberto Tamarez, José Francisco Arias, Pedro Báez, Rafael Tavárez, Amado Vásquez Ledesma…
Tanto se respetaba a los locutores que la cabina debía permanecer como un percal; estaba prohibido, hasta para el dueño, entrar a interrumpir su labor. El artista del micrófono no debía levantarse de su asiento para salir a abrirle la puerta al propietario cuando llegara, algo inusual en la República. Nada de cortejar al jefe, un tipo de un carácter fuerte, aunque de hablar bajito.
Pero el locutor debía compensar con excelente trabajo, ética y estricto apego a los horarios asignados, salvo que quisiera irse “con su música para otro lado”. Como aquel enero, cuando, al regresar de Pedernales tras celebrar el Año Nuevo con la familia, me recibieron con la cancelación.
Un colega que se había comprometido a cubrir el horario durante mi ausencia, no asistió a trabajar y, cuando le preguntaron, alegó: “No sé de eso; no he hablado con él”.
En la tarde de ese mismo día, Martínez Gallardo rectificó su decisión, convencido de la falacia de un colega a quien, antes, yo le había diligenciado el ingreso a la estación. Ocho años duraría en aquella simbólica emisora capitalina de lo que solo queda la nostalgia.