En su oficina del tradicional hotel turístico El Napolitano, en el malecón, el empresario Manuel María Pimentel armaba las piezas dispersas en su memoria sobre el burro y el colmado que simbolizaban sus inicios como joven emprendedor en su natal Baní y luego en el centro de la capital.
Estaba frente a él en rol de reportajista de la sección Temas del periódico Hoy, dirigida por la veterana Emely Tueni. El objetivo era hacer una semblanza, a petición del exdirector del vespertino El Nacional, Radhamés Gómez Pepín. Una mañana, él había dejado sobre la maquinilla Olimpia de Tueni un post-it (papelito verde) con la siguiente leyenda: “Turka, quiero que me le haga un trabajo a Manuel Pimentel, y quiero que se lo haga ese muchachito que tienes ahí”. Rondaba yo los 22 años.
Al llegar a la oficina, la “Turka" vio el mensaje y me abordó: “Mira, Tony, toma; él dijo que eres tú. Siéntete orgulloso porque ese hombre es jodón”. Mediados de la década del 80 del siglo XX.
UN DÍA CLAVE
Sentado en su sillón, frente al escritorio en el centro de una oficina amplia pero sin lujos, situada en la parte trasera del edificio, el dueño de Radio Mil, de los hoteles Naco y Napolitano, ejecutivo del Banco del Comercio y El Siglo, habló campechano, sin poses, acerca de su vocación de buen negociante, como banilejo al fin.
Tenía referencias de él. Yo era habitué de la La Cafetera, un lugar simbólico de la histórica calle El Conde, visitado por escritores, políticos, pintores, turistas, periodistas, locos… El café allí sabía diferente. Al menos, así se percibía. Y Edwin, uno de los cajeros nocturnos, me escuchaba en las noches de Radio-Radio. Decía que se entretenía con las canciones del pasado. Siempre me comentaba sobre su deseo de que trabajara en Radio Mil, la emisora de su pariente, “porque te oyes bien y la voz se parece mucho a la de allá, se lo diré a mi papá”.
FUERA DE RÉCORD
Al término de la entrevista, tras agradecer, Manuel Pimentel preguntó: –“Por casualidad, ¿eres locutor?”.
Sorprendido por su pregunta, le respondí: –“Sí, señor, soy locutor. ¿Por qué?”
–“Tienes buena voz”, ripostó.
No terminaba bien de agradecerle su gesto cuando me dio la noticia de mi vida: –“¿Conoces a Radio Mil? ¿Te gustaría trabajar allá; yo soy el dueño?”
Quedé petrificado por unos segundos. Cuando reaccioné, solo respondí seco: “Sí, señor, es el sueño de mi vida; quería eso desde que hacía pinitos en Radio Pedernales, allá, en la frontera”.
Él: “Vete mañana a Radio Clarín, para que te graben. Yo voy a llamar a Wilfredo (Muñoz) para que lo sepa. Él es el director”.
COMIENZO DE LA ODISEA
La Internacional, como le llaman a la potente emisora del circuito Mil, estaba situada en la calle Clarín, distante a unos dos kilómetros a pie, al norte de la Universidad Autónoma. Fácil de llegar.
La noche de la víspera de la grabación se me hizo interminable. Sin sueño. Tenso. A la espera del amanecer. Con la salida del sol, caminé hasta la estación. Ya me esperaba el encargado de grabaciones. Hicimos dos pruebas: una, en música; la otra, lectura de noticias.
El experimentado operador del estudio, cuyo nombre ahora, lastimosamente, no recuerdo, me animó a insistir en llegar a la primera estación del país. “Quedó muy bien todo. Yo le pasaré eso al director para que la escuche”, confesó.
Pasaban los días. Parecían años. Había escrito la semblanza sobre don Manuel, y hasta había sido publicada en el periódico con excelente acogida. Había llamado un par de veces al técnico de grabación. Solo me decía: “Todavía no la ha escuchado, pero ten calma, la escuchará”.
Dos semanas después, volví a llamar, por última vez, no al técnico, sino al director Muñoz. “Me dicen que se ha desparecido la grabación. Tienes que volver a hacerla”, reveló.
Una turbulencia ocurrió en mi cerebro. Dudaba. Preguntaba en mis adentros: ¿Vale la pena volver? Me martillaba el volver, volver, volver… Opté por el último intento. Al fin, me llamaron para iniciar mi nuevo trabajo como locutor en Radio Mil Informando, el primer noticiario del país. Comenzaba otra historia.