El debate sobre la migración haitiana ha polarizado sustancialmente la sociedad dominicana. Propiciando un marco de debate de puntos extremos: donde o se es “patriota” defensor de la “dominicanidad” ante la “invasión haitiana”, o se es un “pro-haitiano” que persigue “haitianizar” el país. El anti-haitianismo cultural muy presente en el relato oficial de la dominicanidad, que se enseña en el sistema educativo dominicano de manera sutil unas veces y con claridad beligerante otras, da pie a que, en este contexto, el extremo de los “patriotas” sea el que se posicione en el imaginario y sentido común dominicano. La idea de dominicanidad que han, históricamente, posicionado las élites, propone una idea de lo dominicano como contraposición a lo haitiano. De ese modo, el dominicano promedio es proclive a que, de tiempo en tiempo, se despierte en su conciencia la idea de defender la dominicanidad ante la siempre latente –y como ahora emergente- “amenaza haitiana”. Y, en el marco de ese imaginario de defensa, ese dominicano asume que no es racista sino un patriota.

El argumento de que los dominicanos “no son racistas” se esgrime con mucha frecuencia en medio de esta polarización. Los sectores que, desde el poder y el privilegio, manipulan el discurso nacionalista, defienden que es “imposible” que los dominicanos sean racistas siendo, la dominicana, una sociedad de mayoría no blanca. Otros directamente afirman que son de piel negra las mayorías dominicanas que, a su vez, atesoran su dominicanidad. Sin embargo, esa propuesta pierde sustento cuando se contrasta con la historia misma dominicana y la regional. No existe una sola sociedad latinoamericana que no sea racista, al menos en el plano cultural, ni en la que no persista la idea de que lo blanco es superior a lo negro e indígena.

Las sociedades latinoamericanas fueron todas creadas a partir de la idea de raza. Lo cual significó asumir que existe una jerarquía donde lo blanco proveniente de Europa, es, histórica y culturalmente, superior a lo no blanco. Una visión que se constituyó en el relato de que la sustancia europea –el espíritu diría Hegel- ha sido, desde Grecia “cuna de la razón”, lo más elevado humanamente. Y, en tanto tal, ideal de lo humano. Esto es, donde los demás pueblos, y razas del mundo, se debían proyectar para alcanzar la sustancia auténtica, o lo que es lo mismo, la verdadera humanidad. Esa sustancia la “crearon” gente de fenotipo blanco. Así, ese fenotipo se naturalizó como representativo de dicho ideal de humanidad. Cuando los conquistadores europeos llegaron al llamado “nuevo mundo” establecieron ese ideal como sustento y justificación de la empresa colonizadora. Se asumieron como sustancia que civilizaba, en nombre de una cultura superior y un dios verdadero –también blanco-, a los pueblos no blancos que encontraron aquí y a los que trajeron (negros sobre todo). 

La lógica de dominación colonial siempre necesitó justificarse a sí misma. Primero, el criterio de religión fue su sustento: los indígenas pertenecían a un orden de humanidad inferior por cuanto no creían en el dios verdadero cristiano. Tras un debate de tintes teológicos, pero sobre todo motivado por mundanos intereses económicos, los conquistadores hispanos determinaron que, en efecto, los indígenas eran también hijos de dios que precisaban, sin embargo, evangelizarse. Segundo, el criterio de raza, con los negros africanos, sentó las bases de lo que fue la organización del sistema productivo y social colonial. Mientras menos blanca fuera la persona más alejada estaba del ideal de humanidad. Tercero, el criterio civilizacional se abrió paso en el régimen colonial. Los no blancos, si bien eran personas, carecían de civilización por lo que se justificaba que la sustancia blanca/europea les dominara pues con ello podían salir de la “barbarie”. Por último, surgió el criterio del atraso. Los pueblos no blancos del sur (e incluso dentro de la propia Europa) que no conocían la precisión ni la ética del capital (en términos de Weber) debían ser colonizados para que salieran de su primitivismo y formas productivas artesanales que impedían su “desarrollo”. La dicotomía desarrollo/subdesarrollo se instaló como forma de clasificación mundial. Lo cual persiste hasta nuestros días y que, como hemos visto, tiene un sustrato histórico específicamente racial. Esto es, derivado de la idea de raza y cómo ésta ha ido modificándose en la forma, pero no en lo sustancial, históricamente.

Las naciones latinoamericanas surgidas tras las independencias del siglo XIX, se crearon dentro de esa lógica de clasificación basada en la idea de raza. Lo blanco, derivado de lo español/europeo, fue asumido, por los lideratos independentistas criollos, como ideal de lo humano tanto cultural como históricamente. Todos se proyectaron en las revoluciones europeas, y en el ideal de hombre y libertad que éstas, desde la especificidad europea, promulgaban al momento de enunciar y articular sus propuestas republicanas. Por ello, negaron lo indígena y afro en sus construcciones de lo nacional. Invisibilizaron esas identidades no blancas tanto en el plano de lo que Ángel Rama llamó “la ciudad letrada”, como en las estructuras al relegar a las mayorías de color a la exclusión. El privilegio, el poder y la educación formal quedaron exclusivamente reservados para la gente blanca. Con lo cual, la blancura se naturalizó como lo legitimado para ser y existir. De ahí nuestros países de mayorías mestizas y mulatas que siempre han sido, sin embargo, gobernados por clases ricas y privilegiadas blancas.

República Dominicana, por tanto, no escapa a esa realidad. Sería una auténtica excepcionalidad histórica que fuera el único país no racista de Latinoamérica. Cada país latinoamericano, eso sí, tiene su propia historia de relaciones raciales en función de sus condicionantes históricos, culturales y estructurales. En nuestro caso dominicano, la idea de raza está marcada fuertemente por el hecho de que compartimos frontera con Haití: un pueblo eminentemente negro en el que hubo la única revolución triunfante de esclavos del mundo; una revolución radicalmente antirracista. El hecho de que ese Haití haya logrado dominar por 22 años (hasta 1844) ambos lados tuvo implicaciones determinantes en la construcción de la idea de dominicanidad. Porque hemos asumido, luego de independizarnos de Haití, y tras pasarnos gran parte de la segunda mitad del siglo XIX defendiéndonos de intentos de invasiones haitianas, que ser dominicano es ser anti-haitiano. En el marco de una idea de nacionalidad que se reafirma y legitima en una lógica de negación de ese enemigo “natural” e “histórico” de nuestra identidad. Las élites blancas e híper hispanófilas que, desde 1844, tomaron control de nuestro país, capitalizaron ampliamente ese sentimiento de defensa hasta convertirlo en una cuestión identitaria y sistematizada mediante el relato histórico y la educación oficiales.

De ese modo, hemos llegado a una situación que, en principio, se antoja única en la región. Esto es, somos el país hispanohablante más negro de Latinoamérica, y, al mismo tiempo, posiblemente uno de los más –o el más- hispanófilos. Lo hispano blanco, católico y europeo el dominicano negro y mulato de facciones claramente africanas, lo ha asumido como quintaesencia de su ser esencial; de su espíritu en términos hegelianos. No hay un mulato más orgulloso de su “hispanidad” y de su “madre patria” que el dominicano. En el nivel mental/abstracto el dominicano no es negro (ver mi artículo del 31/octubre/2016 en acento.com) sino un “indio” en tanto lo “indio” es una manera de no ser negro. Ser negro es ser como los haitianos. Y somos dominicanos no haitianos. Es un doble juego nefasto por sus implicaciones.

Implicaciones como que una minoría blanca, legitimada a tener privilegios y enormes riquezas específicamente por su blancura, sea la que siempre ha sido dueña del país (lo cual nunca esto ha sido cuestionado por las mayorías. ¿Dónde se originó esa riqueza?, ¿por qué ellos son los dueños de casi todo? Estas preguntas nunca se han hecho). Implicaciones como que en casi 200 años de historia republicana solo un mulato haya sido Presidente. Implicaciones como que a las dominicanas se les pida que, para verse “bien” y formales”, deben alisar su cabello crespo natural. Implicaciones como que esté tan naturalizado en la cultura popular dominicana que existe un “pelo malo” y uno “bueno”; siendo el “malo” el cabello crespo de origen africano que tiene la inmensa mayoría de los dominicanos.

Pero el debate sobre estos temas está cerrado. Porque plantearlo hace a uno un “pro-haitiano” porque los negros son los haitianos, mientras que nosotros somos “gente de origen hispano”. Indios y morenos lavaítos en todo caso. Y más cerrado está ahora en medio de la polarización existente donde solo se admiten extremos. Quien ofrezca el discurso nacionalista más incendiario es el mejor dominicano. Aunque ese discurso, dirigido a hacer más ignorante y emocional a una masa condenada a la ignorancia por sus élites históricas, lo que hace en el fondo es ocultar quiénes son los verdaderos enemigos del pueblo dominicano: los ricos que viven de su miseria.

Pero como dijo José Luis Sampedro “hay que seguir”. Seguiremos los que creemos en que otro país es posible. Un país donde se hable abiertamente del racismo tan presente en nuestra cultura. Y de cómo ese racismo tiene implicaciones estructurales que determinan la vida de nuestras mayorías. El día en que muchos dominicanos se hagan la sencilla pregunta de, ¿por qué los morenos somos casi todos pobres y un grupito de blancos son siempre los ricos? Y que se haga esa pregunta desde una perspectiva política. Buscando ni venganzas ni quitarle nada a nadie sino redistribuir y hacer más justa y vivible nuestra sociedad.