La madrugada del 29 de junio, mientras la mayoría de la gente se preparaba para largarse de vacaciones a la playa, Carola Rackete, al mando del barco Seawatch 3, atracaba en Lampedusa, Italia. La policía la estaba esperando, pues había ignorado las negativas de la Guardia de Finanza (vigilancia aduanera) de no acercarse.

La embarcación (de bandera holandesa) viajaba con cuarenta y un migrantes que habían sido rescatados en el mar y, llevaba muchos días a la deriva, puesto que no les daban el permiso de atracar. Antes de trabajar para la ONG Seawatch, la joven alemana capitaneaba un rompehielos en el Ártico, así que no le fue difícil evitar la lancha aduanera que le impedía, literalmente, llegar a buen puerto. Ese fue uno de los delitos que le imputaron: “resistencia o violencia contra un buque de guerra”.

Los ánimos xenófobos están a tope alrededor del planeta y tristemente Italia no es la excepción. El ministro del interior, Mateo Salvini quiere parecerse a Trump y vaya si lo logra. Sabedor de que muchos de los balseros que huyen del África son rescatados por ONGs, les ha prohibido el acceso a los puertos italianos. Por eso, la valiente decisión de Mademoiselle Rackete, que desafió esa ley contraria a los principios de justicia y humanidad que (por lo menos teoría) rigen a la Unión Europea, para poner a salvo a los migrantes. Oscar Camps, fundador de Open Arms lo resumió con elocuencia: “de la cárcel se sale, del fondo del mar no”.

Rackete y los rescatados estuvieron esperando durante 16 días, frente a la isla de Lampedusa, a que se les permitiera el acceso; el estado de salud de los migrantes era delicado. La embarcación humanitaria no tenía la capacidad para atender a todos esos náufragos: No podían bañarse; los sanitarios estaban a punto de reventar; tampoco había privacidad. Estas gentes, explicaba la capitana a El País, venían huyendo de guerras civiles, de sufrir abusos, torturas. La ansiedad iba en aumento, cuantimás con la cerrazón de las autoridades italianas. Algunos incluso, habían amenazado con suicidarse. Los médicos de abordo dijeron que la situación era insostenible. Sin titubeos el Seawatch 3 levó anclas y se puso en marcha rumbo al puerto.

Cuando Carole tocó tierra lo hizo con las manos atadas y franqueada por dos apuestos policías, como si fuera un reputado criminal. Muchos; igual de racistas que el ministro Salvini, la llamaban chofer de inmigrantes; otros tantos, aplaudieron su bravura; que hizo eco en las redes sociales, gracias a lo cual, varios gobiernos europeos, ofrecieron recibir a los rescatados sin mayores tramites. Claro, en el inter, las frágiles balsas siguen sucumbiendo en el Mediterráneo.

Resulta alarmante cómo el odio hacia el extranjero ha aumentado en estos tiempos. Yo he escuchado, en distintos momentos, a gente dizque ‘preparada’ (lo que esto signifique) hablar mal de haitianos, centroamericanos, musulmanes, mexicanos, por el simple hecho de ser haitianos, centroamericanos, musulmanes, mexicanos, que buscan un futuro lejos de su lugar de origen.

Los que saben, hablan de la criminalización como eje central de la política migratoria. Allí están Trump, Salvini y compañía. Es preocupante esta tendencia global, pues la migración es tan antigua como el hombre mismo.

Por suerte, el poder judicial ha frenado barbaridad y media, pero no siempre es el caso. Rackete estuvo casi 72 horas en arresto domiciliario mientras se presentaba ante el juez. En ese lapso el gobierno de Salvini preparó una solicitud de expulsión y hubo confrontaciones diplomáticas con Holanda y Alemania.

El pasado 3 de julio, la justicia italiana desechó las acusaciones. En efecto, Alessandra Vella, juez de Agrigento, resolvió que lo que hizo nuestra super capitana fue: “salvar vidas en el mar”. Sin embargo, en este mundo desigual necesitamos que más Carole Rackete, al ritmo de: “Yo no soy marinera, soy capitana, soy capitana”, le griten a los Salvini que se sosieguen.