“Doña Soledad, qué es lo que quieren decir con eso de la libertad. Usted se puede morir, eso es cuestión de salud. Pero no quiera saber lo que le cuesta un ataúd”. Doña Soledad, Alfredo Zitarrosa.
Ninguna pandemia en la historia de la humanidad ha afectado por igual a pobres y ricos. Las pandemias desnudan inmediatamente el drama y la tragedia de las desigualdades entre países y al interior de cada sociedad. Es innegable que una pandemia trasciende las clases sociales, pero los que más mueren y enferman en su vulnerabilidad son los pobres.
Una pandemia es algo más que contar contagiados, muertos y recuperados. Las pandemias revelan la fragilidad de nuestro mundo, el fracaso de los modelos económicos, sanitarios y las instituciones, las brechas generadas por la falta de protección social, nos develan el frágil esqueleto de las sociedades, los efectos de la degradación ambiental y en especial la contradicción de la propia condición humana.
Millones de personas en el mundo se han quedado sin empleos ni recursos como efecto de la pandemia, quedando a expensas de los planes de ayuda de los gobiernos. Esto indica un mayor ensanchamiento en la parte media y baja de la pirámide social. La dureza de los efectos del confinamiento y su consecuente parálisis de la economía se siente de forma dramática en las personas más vulnerables. Son aquellas personas que sin un sueldo y sin ahorros están viviendo la complicación en su cotidianidad para responder a los compromisos de sus gastos fijos mensuales como alquiler, hipoteca, colegio, la compra de comida para subsistir y el pago de los servicios básicos.
En ese contexto, son las mujeres en los hogares quienes más sienten la voracidad de la pandemia y las desigualdades. Dentro de la línea de defensa en los hogares, las mujeres están en la primera línea para el cuidado de niños, envejecientes, discapacitados y enfermos; son ellas las que cargan con los trabajos domésticos, labores de enfermerías, atención farmacéutica, venta de alimentos, entre otros.
Las estadísticas son elocuentes y nos dicen por qué no estamos en el mismo barco. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) “el PIB de América Latina y el Caribe caerá en 9,1% en 2020, la peor crisis de toda su historia…En este nuevo escenario, en 2020 la pobreza en la región podría incrementarse hasta 37,3%, mientras que la pobreza extrema a 15,5%. La pobreza aumentará de 186 a 231 millones de personas. La pobreza extrema de 68 a 96 millones de personas”.
América Latina en términos de temporalidad pudo prepararse para enfrentar el COVID 19, pero factores histórico-estructurales que antecedían a la pandemia indicaban que como continente no teníamos las condiciones socioeconómicas ni de infraestructuras ni culturales ni institucionales ni sanitarias ni políticas para desplegar estrategias efectivas.
La alta informalidad de nuestra economía, la sobrepoblación urbana caracterizada por el hacinamiento y la intensa densidad poblacional, la precariedad de las infraestructuras hospitalarias y la incapacidad de los sistemas sanitarios para emprender mecanismos para la detección y control, los déficits institucionales y la falta de trazabilidad temprana de los casos indicaban que la pista estaba preparada para que la pandemia corriera rápidamente por todos los países del continente.
La historia nos indica que los países latinoamericanos aprenden muy poco de sus crisis sanitarias. Las miradas que han predominado han sido esencialmente sanitaristas, estando ausente la visión holística, integral o multidimensional. Enfermedades como el cólera, el dengue, la malaria, tuberculosis, están asociadas esencialmente a la pobreza. Sin embargo, para enfrentar estas enfermedades de naturaleza biosocial, nos hemos enfocados en la búsqueda de las vacunas, las farmacologías para su tratamiento y en algunas acciones de promoción aisladas, sin ninguna articulación sistémica y sin atacar las causas estructurales que las generan.
En América Latina, frente al COVID hemos querido desarrollar las mismas estrategias de los europeos. Por ejemplo, la política de QUEDATE EN CASA funciona muy poco en países donde predomina la economía informal y el desempleo, donde existe un alto hacinamiento combinado con la presión de la densidad poblacional urbana. Quedarse en casa no aplica para el que no tiene casa o los sin techo, como los mendigos o indigentes, los niños de la calle, quienes viven debajo de los puentes ni para las personas que viven por debajo de la línea de pobreza.
Los países donde mejores resultados han tenido las estrategias sanitarias frente al COVID, son los que se han enfocado en la vigilancia epidemiológica, integrando a las propias comunidades en la prevención a través de redes de vigilancias de base comunitaria. Para mitigar el contagio no se necesita médicos, se necesita agentes comunitarios o promotores de la salud empoderados que actúen directamente con las familias. El COVID ha derrotado el modelo hospitalocéntrico en la intervención de la salud.
Los Estados se han quedado perplejos, casi paralizados, por la ineficacia de sus acciones, porque han confiado más en la ciencia y la tecnología que en la gente. Los países que han desarrollado una conciencia de civilidad solidaria son los que han tenido mejores resultados en el combate de la pandemia. El éxito de países como Nueva Zelanda, ha estado en la capacidad del Estado para generar confianza y en la creación de sentido de ciudadanía responsable. Cuando se promueve la confianza y el compromiso ciudadano, la coerción como recurso ocupa un segundo plano o no es necesaria.
Ya se han descubierto las vacunas para controlar el COVID 19, su contagio y propagación. Pero los principales problemas que encontraremos se verificarán en las enormes brechas de logística, accesibilidad, inequidades territoriales y sociales, desigualdades entre naciones ricas y pobres. Países con baja institucionalidad se verán amenazados por el uso y manejo de las relaciones primarias que sustituirán lo sistémico y la noción del derecho en salud para el acceso a la vacuna.
No estará ausente el tráfico o el manejo vulgar en la mercantilización de las vacunas. Se evidenciará claramente al interior de nuestros países la diferencia entre ricos y pobres para llegar a las vacunas. Veremos la tensión entre la vocación universal del Estado y los intereses individualistas y corporativos de la medicina privada. Esto sólo se detendrá con políticas públicas coherentes que tengan como principios básicos el acceso y la cobertura universal de salud.
Las políticas públicas obligatoriamente tienen que enfocarse prioritariamente en atender la crisis sanitaria y la reactivación de la economía procurando evitar el ensanchamiento de las desigualdades sociales, porque de lo contrario traería consigo crisis de gobernanza, la cual aleja las inversiones. Es un círculo vicioso que sólo se rompe con la solidaridad entre los países, el despliegue de políticas sociales y económicas innovadoras por parte del Estado para atenuar el desempleo, la pobreza y la desigualdad, y fortalecer la cooperación ciudadana y la capacidad de las élites económicas para abandonar su vocación de voracidad acumuladora y aportar todo su potencial a una reactivación económica con equidad.