“Cuando la verdad sea demasiado débil para defenderse tendrá que pasar al ataque”-Bertolt Brecht.

La protección del Estado a uno de los más peligrosos flagelos del siglo no es noticia. Su entendimiento maléfico con fracciones importantes de la autoridad y su irrupción en negocios privados que no pueden demostrar historia alguna de acumulación primaria, vienen de lejos y tienen como causal principal la corrupción pública y privada, y de fondo, una clase política sin interés alguno en diseñar e implementar un modelo de desarrollo que pase de la retórica a la garantía real de más inclusión y equidad social.

Hay algo más, un elemento de primer orden que probablemente en estos tiempos pueda aspirar al puesto de un determinante crucial en muchos sentidos. En el contexto de países con elevados índices de pobreza y desigualdad, la connivencia Estado-narcotráfico parece revelar lo que llamaríamos un matrimonio de conveniencia, al mejor estilo de los que se celebran para obtener una residencia en cualquier país desarrollado.

Como señala Jorge Chabat en el magnífico espacio virtual Letras Libres, “no es sólo el beneficio personal e ilegítimo que obtiene un funcionario encargado de combatir el narcotráfico por mirar hacia otro lado cuando pasa un cargamento de droga. Son los beneficios que deja el narco a la economía de un país, los empleos que genera, la infraestructura que crea, los vacíos que llena ahí donde el Estado no llega”.

Esta es ciertamente una arista fundamental y decisiva.

¿Quién puede negar que este fenómeno, que representa uno de los vecinos más arraigados en los barrios y grandes ciudades, es una modalidad casi oficial de empleo de cientos de jóvenes?

¿Quién puede negar que es un actor económico que en muchos sentidos y espacios decide la movilidad social meteórica de los que habitan en condiciones de sobrevivencia en los alrededores del núcleo central del crecimiento económico?

“El dinero del crimen organizado suele infiltrar las economías legítimas e incluso llega a tener negocios y socios legítimos…con frecuencia su liderazgo no se involucra en actividades ilícitas”-nos dice el autor citado.

Connotados cabecillas del narcotráfico no solo se han involucrado en actividades económicas lícitas, definiendo las llamadas zonas grises del sistema económico y ocupando puestos en el Congreso y los gobiernos locales, sino que también se atreven a desafiar abiertamente el liderazgo nacional, condenando a unos y glorificando a otros de sus más encumbrados representantes, según convenga en función de las contraprestaciones y atenciones recibidas.

Es el caso del conocido narcotraficante (¿en retiro forzoso?) Quirino Ernesto Paulino Castillo. Este señor, al mismo tiempo que aparece cobrando deudas al precandidato del PLD y expresidente Dr. Leonel Fernández, anuncia al país haber tenido una reunión amistosa con Hipólito Mejía, también expresidente y nueva vez aspirante al mando supremo de la nación.

En cuanto al cobro de deudas, debemos aclarar que los narcos confesos de la estirpe del señor Paulino solo cobran efectivo de manera compulsiva a sus clientes habituales. Por regla general, no exigen la devolución de efectivo a sus soterrados aliados en el Estado: las contraprestaciones se traducen en favores políticos, impunidad para sus agentes y seguridad para sus ilícitos negocios.

De aquí que podríamos adelantar una hipótesis: la aparición del capo reiterando su demanda a Fernández demuestra su profunda insatisfacción por el término abrupto y vergonzoso hacia finales de 2004 de su boyante reinado delictivo durante todo el período 2000-2004.

Recordemos que fue en esos años cuando, luego de ser expulsado el 9 de marzo de 2002 de las filas del Ejército Nacional con el rango de sargento mayor (gestión del general Polanco Salvador) es reintegrado cinco meses después como primer teniente (gestión de Zorrilla Ozuna) mediante el decreto 32070, firmado por el entonces mayor general José Miguel Soto Jiménez, siguiendo, según las propias confesiones del alto oficial, las instrucciones del entonces presidente Hipólito Mejía.

Transportar en plena capital 1,387 kilos de cocaína pura (unos 30 millones de USD a los precios de la época), solo contando con el acompañamiento del propio Quirino y de dos o tres de sus secuaces, saca a flote el convencimiento del capo de que en el país de su mejor momento no había autoridad que detuviera su ascenso vertiginoso como un emprendedor empresario gris.

En definitiva, el confeso narcotraficante no puede perdonar que en la segunda administración de Leonel se iniciara y concluyera su extradición a los Estados Unidos; al mismo tiempo, tiene el deber moral (más bien el sentido de gratitud) de manifestar sin rodeos su respaldo a las renovadas aspiraciones de Hipólito Mejía, hombre que, según su íntima convicción, “es al único político que yo apoyo sin condición”. La visita de Mejía a un confeso narco que le manifiesta su distinción con carácter de exclusividad, la oferta de apoyo irrestricto a sus aspiraciones y el mismo supuesto rechazo al respaldo avanzado a sus aspiraciones, que explica por un asunto de conveniencia conocida la inclinación de la gente a malinterpretar los favores, habla del grado de degradación moral de este país.

En cualquier nación donde la ley tenga la preponderancia que le corresponde, la reunión de Hipólito Mejía con el capo Paulino -ya lo había hecho en marzo de 2004 y también lo hizo con Bladimir García Jiménez, socio del primero- lo hubiera forzado a desistir, en el mejor de los casos, de sus aspiraciones presidenciales de manera inmediata y formal. ¿Por qué Finjus ignora este lado de la moneda y se centra aviesamente, para disertar sobre degradación del accionar político, en el cobro de la supuesta deuda al expresidente Fernández?