En febrero de 1972, recién llegado al país tras culminar sus estudios en el extranjero, mi padre aceptó la encomienda de impartir una clase en la Facultad de Ingeniería de la UASD. Cuatro décadas después sigue fatigando con prisa los mismos pasillos de la universidad para honrar un compromiso que nadie le exigió en aquel entonces ni nadie le obliga a continuar ahora. El compromiso de mi padre se llama deber cívico y es una de las manifestaciones más altas del "amor patriae".

Mi padre entiende el valor transformador de la educación y las garantías que emanan del trabajo y la persistencia; en pocas palabras, es un utopista. En una sociedad en la cual el trabajo y la persistencia son atributos poco valorados dentro de la rampante cultura del arribismo y el tigueraje de cuello blanco, la utopía de mi padre hace de él una figura trágica.

El peregrinaje de mi padre por la universidad pública le ha permitido ver pasar por el aula a muchas de las figuras que ahora manejan los hilos más poderosos de la tramoya en el escenario político actual. También ha visto descollar en diferentes ámbitos a otros protagonistas del drama nacional que no han sucumbido a los cantos de sirena del proselitismo para desarrollar su carrera.

El estoicismo de mi padre con su labor pedagógica no es diferente al de muchos otros dominicanos de buena voluntad que día tras día remarcan con los afanes de la tarea su capacidad de indignación. En esos quijotes anónimos la patria cifra lo que le queda de vergüenza.