Andaba entretenida, analizando con insaciable avidez los misteriosos parecidos que hay en las cosas distintas, cuando de repente, vi algo que me hizo doblar bruscamente una esquina de mi pensamiento.

Una viva luz, que venía hacia mí por una puerta entre abierta.

Yo, invenciblemente atraída por aquella puerta entre abierta, y tan cerca que podía tocarla con sólo extender mis brazos, alimenté mi curiosidad. Detrás de la puerta descubrí uno de esos pequeños cafés que se meten en todas partes.

Sólo había una persona en el lugar. Un señor que frisaba en los cincuenta años, con bigote retorcido, y facciones que le daban aspecto de firmeza. Junto a él, reposando en la silla de al lado, un oxidado fusil.

Ya nunca lo nombraba, casi lo había olvidado, pero al verlo lo reconocí en seguida. Era la misma fisonomía, la misma actitud. ¿Era posible que existiera tal semejanza?

Mi entusiasmo era más fuerte que mi escepticismo. No, no podía confundirlo. Nuestra existencia ha sido, por así decirlo, común.

Una fuerza más poderosa que la verosimilitud, tan fuerte, que incluso reta a la razón, me oprime los recuerdos, e insiste: "Es tu personaje."

Se desató en seguida el nudo de la intriga.

Antes de pensar dos veces lo que hacía, giré sobre mis talones y me dirigí hacia donde se encontraba el señor. La sangre asomaba a mi tez.

Él percibió mi presencia. Su mirada se deslizaba en mi dirección, y no me prometía una hospitalidad muy halagüeña. Se encontró con la mía, y ensombreció, así como un lago sobre el cual pasa una nube negra. Adopté, pues, la resolución irrevocable de contarle las razones de mi abandono involuntario.

La nuestra había sido una relación muy pasional. Nunca fuimos ciertamente, moderados en nuestros placeres. No supimos detenernos a tiempo. Ni de límites. Fuimos exagerados en los goces y en las penas. Con frecuencia dimos lugar a críticas, pero estábamos llenos de ardor, y de fuerza, buscábamos un poco de indulgencia. Compartimos mucho tiempo, a veces lo atesoramos, otras lo  malgastamos, según el gusto y el momento. Mi corazón palpitaba por sus episodios, y se estremecía por sus peripecias. Él dependía de mí, pero yo, mucho más de él.

Me señaló la caja que tenía en frente, sobre la mesa. Dentro, hojas de papel y tinta me dieron la bienvenida. Sé que cayeron tres diamantes sobre aquellas hojas, lágrimas luminosas, que me hicieron ver qué hondamente mío eran los silencios suyos.

Como si estuviese dentro de mi cabeza, me susurra con su voz aflautada y triste:

–          "Quiero mi final."