A vivir con la violencia, a desquitarse de la violencia padecida, o a recelar de toda posibilidad de relaciones de parejas armónicas se aprende, se absorbe la increíble lección, a temprana edad. Recuerdo a un hombre del suroeste del país, que entre risa nerviosa y bochorno, nos contó que su padre, luego de azotarlo, lo ataba con un alambre a una mata al reverbero del sol y durante horas, con el fin de que fuera avistado por quienes transitaban por la carretera. Una líder comunitaria, la más carismática del grupo, durante un taller con campesinas dirigentes de asociaciones de la provincia de La Vega, compartió su más hórrido secreto: siendo una joven púber, su madre consintió en que asistiera a la celebración de un matrimonio en una localidad vecina. Al regreso, la adulta, a quien había acompañado por solicitud de la misma, le contó a la madre que la muchacha había coqueteado con los hombres. Los azotes que le propinaron fueron de tal magnitud que debió permanecer una semana postrada en cama. El “dolor en su alma”, ocasionado porque su mamá ignoró su versión, ulceró su existencia. Acto seguido, la mujer se explaya en las bondades de sus padre, los excusa. Podríamos creer que este tipo de suceso pertenece a tiempos pretéritos. Hace solo un año, una niña de ocho años de mi vecindario me contó que su maestra de segundo grado, cuando una alumna o alumno cometía falta, le sumergía la cabeza en una ponchera de agua.
La literatura universal ofrece conmovedoras evidencias de esta realidad. Franz Kafka, en Carta al padre,[19] escrita en 1919 describe la insuperable inseguridad personal, la desconfianza, la hipocondría, los malestares físicos, los esfuerzos inauditos por perfilar su carácter y la imposibilidad de contraer matrimonio, pese a la importancia que para él revestía, todo a causa del influjo inhibidor y el temperamento autoritario de su padre: “Desde que tengo uso de razón, me ha costado siempre tanto afirmarme mentalmente como persona, que todo lo demás me resultaba indiferente”,[20] escribió, revelando las resonancias de convivir y estar a la sombra de una persona arbitraria. El vínculo guarda semejanza con el existente entre un dictador y un pueblo sujeto a sus caprichos. Solo que en el tiempo de la infancia las experiencias son rotundas. “Adquiriste a mis ojos el carácter enigmático de todos los tiranos, cuya infalibilidad emana de su persona, no de su pensamiento”.[21] “…esos desengaños del niño no eran desengaños comunes de la vida cotidiana, sino desengaños trascendentales, ya que tenían su origen en tu persona, medida de todo”.
En este escrito de Kafka llama la atención la conexión directa que establece entre el tipo de crianza que tuvo y su imposibilidad de establecer una relación de pareja: “debido al esfuerzo sobrehumano que representó mi empeño en casarme (…) acabó brotando la sangre de mis pulmones”, expresa, y más adelante: “…desde el momento en que decido casarme, no puedo dormir más, tengo terribles dolores de cabeza día y noche, mi vida se convierte en un infierno, y voy por ahí dando tumbos presa de la desesperación.”[22]
“Lo hago por tu bien”, aseguran los adultos cuando maltratan a un niño o niña. Los déspotas, los tantos de nuestra historia lejana y reciente, encarcelan, someten a suplicios o asesinan a los disidentes y opositores. La acción tiene por fin dejar bien claro quién manda y a quién le toca obedecer, acatar. “Las letras entran con sangre”, vaya consigna alfabetizadora. Nuestros caudillos, del pretérito y el hoy, se revisten de paternidad ante la población y, buena parte de esta, trastrueca su desamparo social en anhelos de un padre protector (y castigador, desde luego). De este modo, el ciudadano, mujer y hombre, no alcanza jamás su mayoría de edad para pensar y elegir y practicar la soberanía de la interrogación, el pensamiento crítico. Así las cosas, la cultura política y la cultura doméstica se confabulan contra la formación de ciudadanas y ciudadanos libres, responsables y en control de sus vidas.
No nos gusta vincular la violencia contra los niños y niñas a la violencia de género ni a la violencia institucionalizada ni a la violencia criminal –por temor a que de nuevo destierren los específicos asuntos de equidad a apartados “de mujeres y niños” o “de familia”, difuminando su perfil y confundiendo su pertinencia en políticas públicas–. Pero lo cierto es que las soluciones de fondo tienen que observar de cerca las complicaciones que entraña la violencia; sus raíces enterradas en lo más hondo de nuestras vidas.
Un estudio realizado en trece barrios marginales de Santo Domingo, revela la extensión del castigo abusivo a niños, niñas y jóvenes, “tanto de sus padres como de todo el entorno en que socializan”. De 600 niñas y niños de octavo curso entrevistados, el 67% respondió que sus padres utilizan métodos violentos. Los motivos más frecuentes son la desobediencia de los pequeños (78.4% de una muestra de 550), el irrespeto a los mayores (76.9% de 529 entrevistados) y cuando incurren en algo que está prohibido (74.5% de 518 encuestados).[23] Con menos frecuencia, los pequeños también son golpeados si sacan bajas calificaciones, si roban dinero, si faltan a la escuela, si se escapan de la casa, si tienen relaciones sexuales, si no comen bien o si los padres se vuelven agresivos bajo los efectos del alcohol o drogas prohibidas.
Las medidas disciplinarias abusivas y el maltrato aplicados a niños, niñas y adolescentes forman parte de un ciclo perverso de violencia, pues el crecer en este ambiente propicia una tendencia a ser adultos violentos, que responderán de manera agresiva a las dificultades que les presente la vida y ante conflictos personales. Es esta una de las conclusiones principales de este estudio[24]. Habría que preguntarse en qué medida se socaba en estos ambientes la autoestima, incubando la aceptación o tolerancia a la violencia, aun a sabiendas de que conlleva injusticia y daño.
Un problema patente tanto en los barrios de las ciudades como en las zonas rurales remite a la cultura que tipifica las labores hogareñas como femeninas y, asimismo, el cuidado de niñas y niños y de personas de avanzada edad o enfermas. La negligencia de una madre provoca la condena inmediata. La mala madre se granjea la inmediata repulsa colectiva. Frente a la desidia del padre las reglas resultan laxas, cuando no complacientes. Padres irresponsables se encuentran en la izquierda y la derecha política, entre grupos con alta educación e iletrados, entre poderosos de la economía y malvivientes, entre figuras famosas y celebradas. Debido a esto, muchas mujeres han tenido que olvidar o aplazar indefinidamente sus propias metas. Pero son las mujeres con menos ingresos y oportunidades en las escalas sociales las que sufren con inusitada intensidad las consecuencias de este problema.
En la irresponsabilidad paterna, fenómeno grave y ampliamente documentado en Latinoamérica y el Caribe, subyace una sostenida violencia económica y emocional, una manera de explotación de la madre. Un cambio serio en este terreno sustraería peso del excesivo que llevan las mujeres en nuestros países. No basta con programas asistenciales dirigidos a madres solteras. Lo que ansían millones de mujeres, sobre todo de los sectores más deprimidos en lo económico y social, es que los padres de sus hijos e hijas asuman sus responsabilidades de manutención y de cuidado, aun cuando se haya roto la relación de pareja; que a hijos e hijas les prodiguen afecto y se comprometan con su formación y su felicidad. Las trabajadoras o empleadas domésticas conforman uno de los sectores más castigados por el incumplimiento y la dejadez de las personas con las que procrearon.
Este es un ejemplo apropiado para mostrar cómo un cambio en los hombres influiría en las mujeres. El Estado, a través de campañas públicas constantes, debería promocionar la responsabilidad de los padres. No es poco común que en zonas de miseria muchos hombres establezcan dos y tres familias, recayendo la responsabilidad de sobrevivencia del hogar en las madres, amén de los padecimientos emocionales y desgastes de energías que esta situación comporta para ellas. La irresponsabilidad paterna debe de ser una preocupación de Estado y de primer orden. Debería llevarse a cabo una campaña sincronizada en la región, e impulsada por todos los Estados, que conduzca a cambiar rotundamente los patrones de permisibilidad, tolerancia o justificación de esta situación. El mensaje del Estado debe ser claro, contundente y explícito, abarcar todos los ámbitos. ¿Acaso sea pedir demasiado?
Está pendiente un trabajo de sabiduría y fineza pedagógica en la educación de los sentimientos, las pasiones, las emociones. No se trata de malearlos o de creernos dioses o de simplificar su fascinante vastedad, sino de preocuparnos porque niñas y niños crezcan más propensos a la felicidad, a la cooperación, a la fuerza de carácter para sobreponerse a las frustraciones y a cultivar lo mejor de sí.
¿Cuántos de nosotros, mujeres y hombres, no nos encontramos, a semejanza de los comensales en la película El ángel exterminador de Buñuel, confinados en un pequeño espacio mental?
¿Cuántos ni siquiera hemos reparado en el muro que nos impide conocer la riqueza del mudo?
Sin consideración, sin piedad, sin recato
grandes y altas murallas en torno mío construyeron.
Y ahora estoy aquí y me desespero.
Otra cosa no pienso: mi espíritu devora este destino;
porque afuera muchas cosas tenía yo que hacer.
Ah, cuando los muros construían cómo no estuve atento.
Pero nunca escuché ruido ni rumor de constructores.
Imperceptiblemente fuera del mundo me encerraron.
Constantin Cavafis