Me lloro

La muerte y yo hicimos un acuerdo: ella no me busca, yo no le huyo… hasta que un día nos crucemos. De ese modo me quedo con la sensación que el fin llegará por casualidad, pero la muerte, esa impostora, sabe que me enredó en un “juego del lenguaje” porque ella y solo ella determinará el lugar y el tiempo de nuestro encuentro.

Como lo hizo primero con José Luís, luego Vitico, Chico, Yira, Sonnia, y ahora el gordo Oviedo; quereres que se me fueron en poco más de un mes. En años recientes fueron Martin, el Chino, Rubén, Luis Facundo, Yeyeto, mamá, el Chemo, Sonia, René, Obner, Elizardo, Elvin, Yeyo, mi padre de crianza, y otros tantos que la memoria del corazón, de tanto dolor, se niega a actualizarse, como para que deje de pensar en mi hermano del alma, Luis Pichardo, al que no tendré nunca con qué retribuirle tanto cariño, y que se me está yendo lentamente en una cama de hospital en Puerto Rico.

Entonces me quedo nostalgiándolos, apegado a sus mejores recuerdos, pretendiendo eludir lo que me pasa con Jacinto, mi queridísimo sobrino-hijo, por años llevando su imagen tatuada en el polo sur de mi congoja, sin la esperanza de terminar algún día con este duelo carcomiéndome este pedazo de madera que me queda por corazón.

Parece que la vida, otra impostora, en este trillo del camino decidió tallarme el alma usando solo los cinceles del sufrimiento y las lágrimas, negándome el derecho de anclaje a los fugases momentos felices que me hacen soportable la existencia. Tal vez por eso, porque el abatimiento es cantera interminable de preguntas ontológicas, instintivamente desecho todas las respuestas que por default tiene la teología, y le tiendo la mano a la filosofía.

Esta vez me hermano con Martin Heidegger y su visión del ser-para- la-muerte, que te hace pensar en ella como la posibilidad de todas las posibilidades; inminente, irrepetible e intransferible, es decir, en cualquier momento llega, solo una vez y me pertenece, nadie podrá morir por mí. Reconocer la finitud del Daseim (llamen a Lusitania Martínez, con mi vulgata no llegaremos lejos) es disipar la angustia que provoca; dejar de eludirla, y asumirla para ponerme en condición de vivir a plenitud, como lo hizo el Gordo Oviedo. El cómo, lo decidirá la ética, pero reconforta saber que del grupo, mi hermano Tony Henríquez, Roberto Santana y Pablo Mackenney, como buenos discípulos del maestro, continuarán la tradición, militando esa especie de doctrina del “hedonismo responsable” que nos legó nuestro comunista de corazón de izquierda y estómago de derecha.

  …y me canto

En ese viaje al interior constato las abolladuras y el quiebre del Yo; enfrento miedos y demonios; piso los despojos de tantos sueños rotos y proyectos inconclusos; serpenteo las sinuosidades del camino hacia la nada, y siento desfallecer. Pero, el sentido común me auxilia susurrándome lo que tanto he repetido: pertenezco a una generación forjada entre el Ché y los Beatles; la tanda vermouth y la misa de las nueve; la guerra de Vietnam y el festival de Woodstock; mayo del 68 y la llegada a la luna; el oprobio de los 12 años frente al decoro de los muchachos de la cueva, en consecuencia, rendirme no es ni será nunca una opción.

Recuperado el aliento vital, me sacudo el desaliento y la desesperanza mientras mi ser individual se funde en un nosotros que preludia lo nuevo. Entonces, ya siendo colectivo, humanidad, de Heidegger pasaré a los brazos de Hannah Arendt para que me enseñe a vencer la muerte con la natalidad. Otros, otras, nacerán sobre nuestros pasos, retomarán lo que hicimos y soñamos hasta alcanzar la sociedad que queríamos y merecíamos: el imperio de la justicia y la equidad.

Cuando ese día llegue, probablemente nadie de mi generación estará entre los vivos, pero nuestro grito de guerra, (nuestra marca, diría un mercadólogo posmoderno aplicando la neurociencia en naderías) seguirá retumbando en las cuatro esquinas de la isla. No sé si será Peace and Love o ¡Hasta la Victoria Siempre! me da igual…total, son dos vías para un mismo ensueño.