Empiezo a creer que debe tratarse de una maldad, de una conspiración secreta, de un acto de sabotaje, porque no sé cómo llamarle de otro modo ni encuentro otra explicación posible. No acabamos de enterrar a uno y ya se nos muere el otro. He visto partir a tantos que me da pánico. Primero fue Humberto y años después Enriquillo, y luego Luis y Blas y ahora Arturo, y Villegas que se nos muere, y no sé cuántos otros que no recuerdo. Nos vamos quedando solos, irremediablemente solos en esta media isla, sin poetas, sin escritores, sin artistas, sin gente buena, sin amigos, sin los viejos colegas, sin referentes, solos y vacíos en medio de esta modernidad ruidosa y tardía.
El tiempo lo devora todo y la muerte siempre nos gana la última partida. La noticia de la muerte repentina, inesperada de Arturo Rodríguez Fernández me ha dejado sin aliento. Y trae inevitablemente a mi memoria el recuerdo de principios de los años ochenta, aquella maravillosa década de mi despertar al mundo, de mi juventud perdida, cuando éramos colegas de oficio. Yo hacía mis pinitos en la crítica de cine en la prensa local, y él y Armando Almánzar, ya veteranos, saludaron mi entrada a ese mundo que era el suyo. Le recuerdo en su cinema Lumiére, el antiguo cine Elite, primero en la Avenida Pasteur y luego en la Avenida Independencia; le recuerdo organizando y dirigiendo las tertulias del cine-club Lumiére, que él fundó, los sábados por la mañana, mostrándonos las buenas películas de su colección personal, enseñándonos a ver y apreciar el buen cine de todas las épocas.
Tiempo después abandoné la actividad crítica para dedicarme a otros proyectos de vida y estudios, y sólo volví a ella muy ocasionalmente, mientras Arturo continuaba en lo suyo, fiel a su único amor de siempre, activo y entusiasta, dedicado por entero a la pasión de su vida. Hablando de cine, siempre de cine, casi exclusivamente de cine, cine por los cuatro costados, cine por boca, ojo y nariz, cine las veinticuatro horas del día, y sólo a veces también de teatro y literatura. Era un cinéfilo empedernido, un comentarista constante, un amante eterno de la pantalla grande, un talento crítico y narrativo. A veces me parecía frívolo y trivial, porque en esa época yo era muy pretencioso, pero hoy debo reconocer que tal vez nadie en este país haya visto y conocido más cine que él, ni puesto más pasión en el comentario y la crónica, ni amado tanto cada detalle de la cinematografía: temas, argumentos, géneros, historias, anécdotas, vidas privadas de las estrellas…
Por eso, que el cine siga y Arturo haya muerto me parece una ironía y un absurdo colosal. El cine sin Arturo. Arturo sin el cine. Arturo dirigiendo su cine-fórum, Arturo publicando sus reseñas cinematográficas en los periódicos, Arturo escribiendo cuentos formidables, Arturo montando obras de teatro y ensayando otros géneros, Arturo manejando su videoclub en Galerías de Naco de la Avenida Tiradentes.
Yo leí atento sus libros de cuentos, La búsqueda de los desencuentros, Subir como una marea, sus relatos de claro influjo cortazariano premiados en los concursos literarios de Casa de Teatro. Leí su novela experimental Mutanville, un libraco rarísimo, tipo tabloide, que se me deshojaba en las manos mientras lo leía, un libro que se devoraba a sí mismo, autofágico, en realidad una novela colectiva, un texto polifónico escrito a múltiples voces, completado por otros escritores amigos y por el azorado lector, la historia del Gordo y su mujer.
Hace algún tiempo José Alcántara Almánzar me pidió cortésmente que escribiera para una página institucional unas líneas sobre El sabor de las hormigas, el último libro de cuentos de Arturo Rodríguez Fernández, publicado por el Banco Central. Es curioso: la ilustración de la cubierta del libro es un cuadro de José García Cordero, Noche roja, que por años decora la entrada a la Secretaría del Banco, donde laboro. A José le debo una disculpa por mi omisión. Por razones que no acierto a explicarme fui posponiendo una y otra vez la respuesta a su petición. Ahora siento que es tarde, demasiado tarde, y un sentimiento cercano a la culpa me acosa. Ahora no sirve de nada porque Arturo no verá mi reseña de su libro, ni sabrá que sus cuentos me gustaron; no verá más películas, ni las comentará en el periódico o la radio, ni escribirá más relatos. Sus párpados se han cerrado para siempre, y ahora junto a su ataúd, frente a sus restos mortales, ya no sé qué guarda su fina retina cinematográfica, qué quedará guardado allá en el fondo de su extraordinaria memoria visual, que es la memoria del arte del siglo veinte, y sólo deseo que en el Cielo haya butacas y salas de cine para que él, agnóstico, esté allí sentado frente a la pantalla y de pronto se apaguen las luces y se descorran las cortinas y se encienda la magia, la linterna mágica, y salgan imágenes jamás vistas de otro mundo, de películas jamás filmadas, y se divierta y goce de lo lindo y sea feliz, inmensamente feliz porque el cine es eterno y no conoce la muerte, como Dios.
(Arturo Rodríguez Fernández, escritor y crítico de cine dominicano, nació en Santo Domingo en 1948 y murió en la misma ciudad el 16 de abril de 2010).