Este texto podría escribirlo como si fuera un cuento de hadas: Había una vez, en un reino muy, pero muy lejano, una princesa a la que le gustaba cantar. Ella se llamaba Hanne y cantaba sin pausas, desde que salía el sol hasta al anochecer…El problema sería que después no sabría cómo continuar.

Más vale que inicie de forma simple y sin ribetes: Hace unos días me encontré (por azar) con un video de Hanne Tveter, una chica de Noruega, que cantaba un huapango. Huapango que, para aderezar mi asombro, no había escuchado nunca, aunque esto no es importante ya que no soy huapangólogo ni siquiera huapanguero o huapachoso, pero me estoy desviando, la canción era El gustito y decía así: “Cantando el gustito estaba cuando me quedé dormida…”.

Los huapangos son alegres por donde se les mire. Las guitarras, violines, jaranas y a veces hasta el arpa, incitan al zapateo o de plano, al brinco y al relajo. Además, la letra suele ser simpática y picarona. Seguramente, la buena de Hanne decidió cantarlo para sacudirse el frío eterno de su entorno. Más tarde, descubrí que el Gustito formaba parte de un disco suyo: México en mí.

Ella es una cantante versátil que interpreta canciones típicas de su tierra y además le encanta nadar en los ritmos zigzagueantes del jazz. Ahora bien, dónde habrá aprendido el español. ¿En España? Puesto que también grabó otro disco: Madrid-Oslo. ¿En la escuela de idiomas, a la que iba después de sus cursos en el Conservatorio?, ¿de puro oído, por sobredosis de música tradicional latinoamericana, flamenca, mexicana?, ¿de tanto platicar con los amigos, músicos y admiradores de este lado del charco?

En su disco de homenaje a México, me encontré con sones alegres como El cascabel y lacrimógenas rancheras como Cucurrucucú paloma, del zacatecano Tomás Méndez y que hiciera famosa Lola Beltrán, aunque a mí me recuerda a Pedro Infante cantándosela a Miroslava Stern en una película. Ya saben, la típica serenata en la que el enamorado se instala bajo el balcón, acompañado del mariachi y de su mal de amores: “Dicen que no dormía nomás se le iba en puro tomar…”. Y en respuesta, la rubia no se asoma ni por error. Dicha película salió a mediados de los cincuenta y al poco tiempo habríamos de lamentar la trágica muerte de ambos protagonistas, pero ya me aventé una horrible digresión.

El disco en cuestión tiene de todo: La cumbia del mole, de Lila Downs (por el cielo de Monte Albán, de noche sueño contigo), El chuchumbé, antiguo son jarocho que tampoco conocía: “El chuchumbé fue penado por la Santa Inquisición […] te vaya bien, te vaya mal el chuchumbé te va alcanzar…” A mí lo que me alcanzó fue la curiosidad y me seguí con dos clásicas de Chavela Vargas, Llorona y Luz de luna, para concluir con El sinaloense, o debería decir La…, todo un himno en aquella esquina del Pacífico: Soy del mero Sinaloa, donde se rompen las olas

Sin duda habrá quien critique mi malinchismo por hablar de una güera extranjera a la que se le nota un fuerte acento y que canta marcando el ritmo batiendo las palmas como si estuviera en un tablao sevillano y bla bla bla. Cada quién sus gustos, ¿no? Y en los de ella se advierte amor, admiración, encanto, orgullo, pasión (escoja la palabra de su preferencia) por México y sus tradiciones. Ejemplo de lo anterior es la blusa que presume en la portada, llena de flores vistosas y coloridas que me hace pensar en los trajes de las tehuanas del Istmo. Agregue esto, lo bien que mastica nuestro idioma.

Por último, quisiera insistir en lo grato de mi descubrimiento, aunque sólo la haya escuchado a través de una triste y solitaria pantalla de computadora y no en un concierto en el Lunario del Auditorio Nacional. En fin, sé que probablemente no venga al caso, pero usemos la frase de Cortázar y digamos con entusiasmo: ¡Queremos tanto a Hanne!