¿De estar vivo?, ¿de morir?, ¿de enfermar? ¡La verdad es que somos seres especiales!

Tan especiales somos, que a pesar de ser “posiblemente” los únicos con capacidad para manipular la materia para nuestro beneficio, todavía solemos quejarnos de nuestra naturaleza.

La virtud de pensar, de razonar, de discernir, nos da la ventaja de reconocer que nuestro futuro será breve, aun duremos 120 años; pereceremos de cualquier manera.

Por momentos nos olvidamos de que llegamos aquí sin nada y que nos iremos, después de haber cogido el estrés para conseguir lo conseguido, exactamente igual que como llegamos, sin nada.

Hoy nos aprieta una pandemia que nos ha obligado a cambiar hábitos, que nos ha turbado la conciencia y nos ha convertido, de la noche a la mañana, en histéricos.

¡Como añoramos aquellos días! Antes de la noticia viral, salíamos a la calle y nos rozaba todo el mundo y nada, todo muy normal.

El café de la esquina estaba lleno de gente por todas partes e indiferentes unos de otros y todos de todos.

Ahora, añoramos hasta a la gente escandalosa y bullanguera del barrio del frente.

Añoramos también las sombras de los mendigos y sus voces quejosas y salpicadas de expresiones en busca de compasión.

Ya no hay gritos en la escuela del patio trasero. Las voces chillonas del fastidio se han apagado y solo el chirrido oxidado de un columpio se escapa de vez en cuando.

Extraño a la loca Jimena, su paseo diario por el frente de mi casa era una visión surreal para todos los chicos.

Sin embargo, hoy no me importa su andar agitado, sus palabras sueltas y llenas de insultos, su “boca sucia” y su pelo despeinado.

Hoy mi calle está muerta, más aún, está vacía de almas sin penas ya que el cambio fue súbito y sin aviso.

Apenas un vuelo se levanta de la pista del aeropuerto y, como si fuese regando llantos, pasa rozando el techo de la casa.

La casa tiembla solo un minuto y no a todas horas, como antes, cuando vuelo tras vuelo inundaba el barrio de existencia estruendosa que también extraño.

Ha muerto la ciudad, el aire, los polvos del camino. Ya no hay huellas ni pisadas, ni piernas, ni pies, ni basura, no hay. . . nada.

Un enmascarado entra presuroso al banco, nadie lo señala, se ha perdido el encanto de la sorpresa y de la sospechosa incertidumbre.

El llanero solitario se ha quedado sin máscara y ahora todos lo rechazan dejándolo más solitario.

¿De qué nos quejábamos antes? Ya lo he olvidado. Solo extraño esos momentos rutinarios porque eran la vida corriente, libre por todas partes.

Prometo no volver a quejarme de nada. Ni de mis cercanos sesentas ni de tus creencias arcaicas de domingos comprometidos.

Prometo correr presuroso y sediento por todos los pasillos abarrotados del aeropuerto y dejarme caer sudoroso en el polvo seco del cementerio.

Prometo no prometer nada y vivir, simplemente vivir y agradecer todo lo que me ocurra. El dolor, la enfermedad, la guayaba, el mango.

Ya el estar aquí, así sea por breves instantes, debemos considerarlo como una experiencia única y fascinante.

No tenemos derecho a quejarnos de nada, ni de las presencias ruidosas, ni de las ausencias amadas.

Agradecer los detalles de abrir los ojos, contemplar la oscuridad, la luz, tu cuerpo.

Ver partir tu alma, la de los otros o la mía. La normalidad de ser y del ser. La cotidianidad y su empuje hacia el infinito universo.

Es tan fantástica esta experiencia de vivir que . . .  ¿quejarse?, ¿de qué?

¡Salud!