Vivimos un momento universalmente confuso. Siento que regresamos a lo básico. Y no hablo de un retorno a las esencias trascendentes; me refiero a un vuelco de los instintos. Para aquellos que solo entienden el lenguaje de las tipificaciones, diría que entramos a la “revolución sensorial”, donde el sentir primario nubla el raciocinio iluminado o, como diría San Pablo, en la que la “carne domina al espíritu”. Lo penoso es que el progreso tecnológico prohijado por las “sociedades del confort” ha estado al servicio de esa cosmovisión. La era digital procura reducir o anular el esfuerzo, estimular la distracción, deshumanizar las relaciones y dejarle a los softwares el trabajo para dispersar al hombre en la banalidad más diversa. El producto resultante es un individuo hueco, solitario y escapista.

La tecnología impone sus patrones convirtiendo a la humanidad en prisionera de su poder enajenante. Todo lo que produce es serial, renovable y mejorable para hacer del consumo una adicción eternamente dependiente. La filosofía implícita en esa dinámica es que nada es definitivo ni absoluto; todo es revisable, provisional y hasta desechable. Dentro de esa comprensión relativista se incluyen los valores morales y el orden natural de las cosas. En esa inversa lógica, no hay nada bueno ni malo; vale si es útil o conveniente, criterios que el mercado se ocupa en determinar. En ese cuadro, el individuo cree decidir “libremente”, ignorando estar en la prisión que el propio sistema ha fortificado según el diseño de los poderes dominantes.

Las respuestas de las sociedades a esta corriente global están asociadas a su nivel de desarrollo estructural. En aquellas donde la sobrevivencia es todavía ley de vida hay menos resistencia a su influencia: la asimilación de sus modelos resulta de la simple ósmosis. El impacto de la cultura del consumo, por ejemplo, en sociedades como la dominicana, es más traumático por la brecha que prevalece entre las expectativas inducidas por el mercado y el limitado poder de adquisición de la mayoría. Así, mientras el mercado arremete con un bombardeo de oferta, el sistema le niega a la población la posibilidad de respuesta. Esta contradicción crea, entre múltiples variables, los patrones de violencia que hoy vivimos. Y es que cuando hay mucho en pocas manos y poco en muchas, la ley del instinto natural es el arrebato.

Para un sueco sería salvajemente insólito que una persona pierda la vida por un teléfono celular. Claro, la mayoría de los suecos tienen fácil acceso a ese bien, pero además sería absurdo que en su mentalidad quepa un remoto juicio para creer que ese aparato pueda abonarle algún estatus social como quizás piensen más de medio millón de dominicanos. En nuestro caso dominan no solo la carencia material sino la falta de educación en un medio cultural indulgente donde los valores pierden y el consumo gana. Y es que para resistir las tentaciones de esta agresiva cultura global se precisa de un muro de contención fundado sobre estribos tan fuertes como los que provee la educación con valores, una aspiración que en nuestro caso no tiene siquiera una agenda de futuro. Ahí reside la primera y más poderosa razón de nuestro subdesarrollo.

Cada vez que pienso en esto traigo a la memoria el discurso de Leonel Fernández ante la Asamblea Nacional en su tercera juramentación como presidente. Fernández, para justificar la gloriosa “revolución” implantada por el PLD y su necesidad de permanecer en el poder hasta el 2044, ofrecía, como indicadores del progreso, la cantidad de electrodomésticos, carros nuevos, franquicias y computadoras que habían adquirido los dominicanos, al tiempo de presentar impresionantes vistas panorámicas de la ciudad de Santo Domingo poblada por un promontorio de altas torres. Esta concepción del progreso es catastrófica, porque el bienestar material es efecto y no causa de la riqueza espiritual; no hay sociedad que haya dejado el atraso invirtiendo esta ecuación. No hay forma de concebir un orden material a partir de un caos mental.

Somos una sociedad predominantemente joven que aspira a que el Estado y la sociedad les retribuyan sus aportes, pero los caminos para alcanzar una realización deseable resultan largos y sinuosos. Hoy se amontonan generaciones bajo la sombra de una pobreza material y de espíritu tentada a buscar atajos; profesionales deficientes que salen a dar tumbos con títulos humedecidos por el sudor axilar; maestros funcionalmente analfabetas enseñando lo que no saben; máquinas tituladoras certificadas como “universidades” por la irresponsabilidad política para avalar la mediocridad; políticas públicas educativas andando a ciegas por los caminos de la improvisación. Se limpian las apariencias con el brillo de la modernidad para hacernos creer que progresamos y mantener mitigadas las fuerzas de nuestra intolerancia. Así marcha la vida como un carrusel cansado avanzando hacia el regreso.

Una juventud sin provocaciones ni retos intelectuales, sin ambientes ni oportunidades que estimulen sus intereses cognoscitivos es la que busca en el ocio y la carnalidad la compensación existencial negada por el sistema. La sexualidad promiscua, el escapismo narcótico, el placer aberrado y el ocio errante constituyen el invernadero de la violencia urbana, esa que hoy sustenta la cultura del consumo carnal frenético y que coloca al sexo en su centro como símbolo y causa de su rebelión social. Pero no se trata de una devoción erótica eufemística; es la mitificación del sexo anatómico, sádico, crudo y animal donde el lenguaje prosaico resulta consustancial a su expresión “artística”. Vivimos la era del fetichismo genital que eleva las chapas a íconos de una sexualidad neurótica. Por sexo se mata, droga, roba y canta.

Un sistema educativo ruinoso, incapaz de crear valor propio, ha condenado a una buena parte de la juventud excluida a escalar no con el cerebro sino con la libido. Es deprimente admitir que muchas veces un currículo compite en condiciones de desventaja con un trasero en una sociedad desigualmente mediocre. En contextos cada vez más amplios, las adolescentes se debaten tempranamente entre una preparación larga y sacrificada o la callada subasta de su anatomía como medio de rápido escalamiento social. Cuando en una sociedad aparecen esos síntomas es porque el diagnóstico no es muy auspicioso, más si se considera que el principal receptor de ese talento es nada más y menos que el gobierno; así, la nómina estatal luce plagada de silicona mientras las jóvenes neuronas buscan el camino del exilio.

La degradación humana parida de esta realidad trae como lastre una crisis de los referentes morales. Y es que la autoridad pública llamada a encarnar los valores del ejemplo es la primera en violarlos metódicamente. La actividad política es una elección que no requiere más calificación que la paciencia para llegar, sin más mérito que el proselitismo partidario o la inversión financiera dudosa o no. Para ocupar cualquier posición en el gobierno basta, según la ley, tener cierta edad y ser dominicano en ejercicio pleno de esa condición. Una vez arriba, el camino es llevadero sin culpas ni contratiempos y, claro, con mucho, mucho dinero: principio y fin de la carrera política.   ¡Y qué importa la nación, el futuro y la conciencia; para eso, carajo, somos gobierno!