Notoria proclividad la de las izquierdas para lamentarse y demonizar a un solo imperio. Desde la desaparición de nuestros ríos hasta nuestros desastres políticos, tienen el mismo responsable, o así parece: el imperio del norte. Explicado el abuso perpetrado por la corona española durante la conquista, de inmediato se concentran en culpar de todo al “monstruo norteamericano”.  Crímenes, explotación, y espionaje internacional, se originan en una única fuente y ejecutados por la CIA.  Ellos son el pecado original del marxismo.

El Kremlin, infiltrando sus agentes por todo el mundo, no existe. Silencian las ambiciones internacionalistas de Cuba e ignoran las operaciones secretas que llevan a cabo por toda Iberoamérica.  Así las cosas, no es de extrañar que, dándole la bienvenida a una nación de vocación imperial como China, los revolucionarios de aquí no mencionen ese rasgo ineludible de nuestros nuevos compadres. Pero tampoco las derechas tocan el tema.  Peligrosa exclusión temática cuando se abraza a un dragón que parece no echar fuego.    

Es unánime la felicidad que demuestra el país por el reconocimiento de la República Popular China, pocas veces hemos visto tal consenso, regocijo que comparten soñadores de utopías, buscadores de negocios y, por supuesto, gente de buena voluntad confiadas en que esa potencia oriental traerá mayor prosperidad. Pero quienes más aplauden son esos que disfrutan, a manera de venganza consumada, cada patada que recibe en el pandero el “invasor yankee”.  Esta celebración me inquieta, es demasiado ingenua. Se firmó con una dictadura que compite abiertamente por el control del mercado global. Y mientras lo hace, sufre una crisis de identidad entre comunismo y capitalismo.

A primera vista, el abrazo amarillo- aseguran intelectuales, políticos variopintos, el gobierno y, por supuesto, el empresariado- terminará situándonos a poca distancia del paraíso, recibiendo chinos repletos de papeleta y sonriendo como budas.    

Pocas culturas tienen una tradición imperial tan antigua como la china (221 AC). Sus castas gobernantes recuerdan con nostalgia y veneración aquel pasado imperial que desearían retomar. Tengo presente que, a pesar de un descomunal desarrollo económico y tecnológico, la mayor parte de su población, 1.3 billones de habitantes, se encuentran en la pobreza, y por eso no les queda otro remedio – sin poder detenerse en consideraciones de solidaridad internacional- que procurar aplacar con urgencia las miserias de su gente. Lo demás es secundario.

En las últimas décadas, ese milenario y grandioso país asiático, repleto de genios, técnicos, artistas, y una interminable mano de obra, exhibe una alarmante capacidad depredadora, es un falsificador impenitente (inventaron los productos “caravelitas”) capaz de meter gato por liebre a la primera de cambio. No cree en derechos civiles, y ejecuta disidentes. Comanda espías tan efectivos y entrometidos como el de cualquiera de sus rivales. El aparato de burócratas oficiales funciona dentro de un ambiente de alta corrupción como el dominicano.

El “paquete de negocios chino”-  al que el senador por la Florida, Marcos Rubio, acusa de llevar soborno-  se celebra en grande y  con excesiva candidez por izquierdistas y derechistas, sin que nadie se pregunte, a lo Cuco Valoy,  “Mami,  qué será lo que quiere el chino…”   No pierdo de vista que imperialistas, espías, y embaucadores vienen tanto de  Washington como  de Beijing, y que Igualmente indigesta un  chofan como una hamburguesa.