Las noticias recientes nos ubican en dos casos significativos de dos naciones que no han alcanzando el estatuto de Estado-Nación: Cataluña y Puerto Rico. Diferentes, indudablemente, pero originados ambos en la formación del Estado Español a partir del siglo XVI. En el caso de Puerto Rico el movimiento independentista no tiene gran fuerza en el presente, a pesar de la forma humillante en que la actual Administración de Estados Unidos la ha tratado frente a la devastación de un huracán, en el caso catalán la crisis económica originada en el 2008 le ha brindado fuerza política a una propuesta de independencia que cualquier analista externo la percibe como imposible.

Frente a la cuestión del Estado Nacional, como pretendida racionalidad que cierra el espectro de posibles y legítimos ordenamientos políticos, Villoro comienza estableciendo la necesaria distinción entre las dos realidades: la Nación  y el Estado. La noción tradicional de Nación, con anterioridad a la época moderna, no implicaba necesariamente soberanía política.  Varias  “naciones podrían coexistir bajo el mismo imperio o reino sin más vínculo político entre ellas que el vasallaje a un soberano común” (Villoro, 1998: 13). Un excelente ejemplo es la India, tanto en su etapa bajo el dominio inglés, como en su actual etapa como Estado independiente que alberga en su seno decenas de naciones.

Según el autor el hecho de que se articule una nación con un Estado, no responde necesariamente a la naturaleza del Estado, puesto que éste, como aparato político-administrativo, puede abarcar diversas naciones. Son dos elementos bien diferenciados.

“En la definición de Nación (…) suelen estar presentes cuatro condiciones necesarias para poder aplicarlo a una asociación humana: 1) comunidad de cultura; 2) conciencia de pertenencia; 3) proyecto común, y 4) relación con territorio” (Villoro, 1998: 13).  Estos cuatro aspectos claramente apuntan en su misma literalidad a la realidad humana que conforma una nación, al pasado y al futuro, a su realidad material y a su efectiva ubicación en un lugar del planeta. En lugar de las tribus o clanes, la nación aspira a integrar a todos los individuos en su seno más allá de sus orígenes raciales o creencias. Nación en el enfoque de Villoro, es una realidad política que se define en términos modernos, dejando atrás los impulsos atávicos que nuclearon a los grupos humanos y que han sido causa de tantas guerras y conflictos. Examinemos uno por uno cada rasgo de una nación.

El primer aspecto, comunidad de cultura, contesta a la pregunta de por qué un grupo humano se identifica como una nación. No podríamos identificar a ninguna nación si no admitiéramos ciertos caracteres de la cultura, propia de la mayoría de sus miembros, que constituye el cemento mismo que los une en una totalidad más amplia. Por lo pronto, una forma de vida compartida, esto es, una manera de ver, sentir y actuar en el mundo (Villoro, 1998: 13-14). Sin negar variantes y diversidades en toda nación, deben existir ciertos rasgos culturales compartidos al menos por la inmensa mayoría que genere ese “sentimiento” de que somos todos partes de una comunidad. Si estos aspectos son la lengua o la religión, la interpretación de nuestras tradiciones históricas, un modo de comportarnos o de expresarnos artísticamente, variará de nación en nación, incluso variará en una nación a lo largo de su tiempo histórico. En todo caso algunos aspectos en común debieran existir para generar un cierto grado de identificación.

Determinar la relevancia de los aspectos que amalgaman una sociedad humana para que se considere una nación no es un hecho uniforme. Quienes  participan de una forma de vida concuerdan en ciertas creencias básicas que conforman un marco de todas las demás: creencias valorativas sobre los fines superiores que dan sentido a la vida, criterios generales para reconocer lo que debe tenerse por razón válida para justificar una creencia. Una forma de vida común se expresa en la adhesión a ciertos modos de vivir y el rechazo de otros, en la obediencia a ciertas reglas de comportamiento, en el seguimiento de ciertos usos y costumbres. También pueden manifestarse los elementos comunes en forma objetivada: lengua común, objetos de uso, tecnología, ritos y creencias religiosos, saberes científicos. A veces la nación implica instituciones sociales, reglas condensadas y rituales cívicos que mantienen y ordenan el comportamiento colectivo. Una nación es, ante todo, un ámbito compartido de cultura (Villoro, 1998: 13-14).

Contra esta pretendida unidad se manifiesta, a veces, la división de clases existente en la sociedad, que genera fuertes lazos entre individuos de una u otra clase y, con frecuencia, una clara hostilidad de los miembros de una clase frente a los miembros de la otra clase. Es legítimo argumentar como un hecho comprobable que, cualquier escisión interna en el seno de una nación, tiende a mitigarse si se la compara con la realidad de otra nación objetivamente distinta. En último término, el referente es el hecho cultural, tanto en su función de factor aglutinador como diferenciador.

Más que un dato objetivo, en cuanto podamos medir el grado efectivo de unidad de una Nación, la cuestión del proceso de identificación gira en torno a una cierta imaginería común que tiene como expresión una suerte de historia inventada como colectivo. La especificidad de una nación se expresa en la idea que sus miembros tienen de ella, esto es, en la manera de narrar su historia. Los relatos pueden diferir según los valores superiores que eligen los distintos grupos, pero todos comparten un núcleo mínimo común, si se refieren a la misma nación. Para recabar la dicha identificación, toda nación acude a mitos sobre su origen, o bien, a acontecimientos históricos o pseudo-históricos elevados a la categoría de sucesos fundadores, puesto que toda nación se ve a sí misma como una continuidad en el tiempo. Un individuo pertenece a una nación en la medida en que se integra a ese continuo. (Villoro, 1998: 14)

Es correcto pensar en toda nación como un mito que justifica a un grupo de individuos para sentirse parte de una realidad que en principio ellos sólo ven, mejor dicho, desean, y una vez se vayan articulando, la homogeneidad de sus acciones a partir de la convicción de la realidad de ese mito genera prácticas homogéneas que sirven para justificar y darle legitimidad al mito originario. El proceso lógico sería el siguiente: desde el convencimiento de la existencia de vínculos que relacionan a los individuos, se elabora un relato más o menos fantástico de dicho vínculo, que sirve de contenido a la educación sobre dicho relato. Desde este supuesto se procede a una actuación en cierto modo coherente y homogéneo con el prefijado elemento común. Las sucesivas actuaciones comunes “materializan” la realidad de dicho vínculo creado.

Referencia

VILLORO, L., (1998). Estado plural, pluralidad de culturas. México: Paidós.