Históricamente, la cuestión de la revocación de los actos administrativos ha sido siempre un tema muy discutido en la doctrina y en la jurisprudencia. La cuestión se ha centrado en aquellos actos de la Administración que, aún a contrapelo del ordenamiento jurídico del Estado, producen un incremento en el patrimonio de las personas o que, como bien dice la doctrina, suponen la posibilidad de desarrollar una actividad antes prohibida. Dicho de otro modo, amplían de cualquier forma o favorecen los intereses de sus destinatarios, al otorgar una ventaja jurídica o crear o reconocer derechos de cualquier clase (Muñoz Machado, Santiago. Tratado de Derecho Administrativo y de Derecho Público General. BOE. Tomo XII, p. 29). Son los llamados actos administrativos favorables o generadores de derechos (licencias, autorizaciones, permisos, adjudicaciones, admisiones, etc.). Se diferencian de los de gravamen por cuanto los efectos de estos últimos son totalmente contrarios: su fin es, como se dice, restringir o limitar los derechos o las ventajas jurídicas de que disfruta un particular.
Estos actos favorables se encuentran revestidos de un principio con bastante arraigo en el derecho administrativo contemporáneo: el de la irrevocabilidad, en cuya virtud los actos con dichas características—de contenido favorable—, una vez adquieren firmeza, se convierten en irrevocables. Y esto no quiere decir que tales actos, habiendo infringido el ordenamiento jurídico, no puedan con posterioridad invalidarse y consecuentemente extinguirse el despliegue de sus efectos. En otras palabras, los actos administrativos favorables —no importando que sean contrarios a derecho— no podrán nunca revocarse luego de suscitarse su firmeza, entendiendo por revocación la potestad reconocida a la Administración de invalidarlos motu proprio con base a sus poderes de autotutela: a lo sumo, la Administración deberá declararlos lesivos para el interés público y apoderar a la jurisdicción contencioso-administrativa para su nulidad o anulabilidad y, por ende, decretar su invalidez.
Lo anterior puesto que la revocación de un acto favorable solo es admisible, en principio, con ocasión del conocimiento de un recurso en sede administrativa, esto es, en el contexto de los llamados “poderes del órgano revisor”. Estos últimos —los poderes atribuidos al órgano que conoce de un recurso en sede administrativa (reconsideración o jerárquico)— se encuentran delimitados en el artículo 52 de la legislación que regula, en términos generales, el procedimiento administrativo en la República Dominicana: la Ley núm. 107-13, sobre los Derechos de las Personas en sus relaciones con la Administración Pública y de Procedimiento Administrativo (G. O. 10722, 8 de agosto de 2013). La citada disposición expresa que el órgano competente para decidir un recurso administrativo podrá confirmar, modificar o revocar el acto impugnado, así como ordenar la reposición en caso de vicios de procedimiento, sin perjuicio de la facultad de la Administración para convalidar los actos anulables.
Al verificarse, pues, la firmeza de un acto administrativo —que haya transcurrido el plazo para su impugnación en sede administrativa o contencioso-administrativa—, no es admisible para la Administración pública revocar el acto que dictó y que generó derechos: aquí se aplica sin matices el principio de irrevocabilidad como expresión de la seguridad jurídica. Un principio que, como bien sostiene la doctrina (MUNOZ MACHADO), solo es posible romper si éstos —los actos favorables— son nulos o anulables. Y que se quebranta no por el mero capricho de la Administración, sino con la intervención de la jurisdicción contencioso-administrativa. Una intervención que se produce en el curso de lo que se conoce como el proceso de lesividad.
La irrevocabilidad ha de ceder cuando el acto administrativo es el producto de una contrariedad a derecho que implique la invalidez de dicho acto (no por cualquier infracción al ordenamiento). De ahí que en el acto favorable que se intente invalidar habrá de concurrir una causal de nulidad o de anulabilidad, esto es, de cualquiera de esas que se encuentran estipuladas en el artículo 14 de la Ley núm. 107-13. Pero el legislador no deja al arbitrio de la Administración tan trascendental decisión (apreciar, para su invalidez, la gravedad de una irregularidad en un acto administrativo): la nulidad o anulabilidad del acto administrativo —que es, en efecto, lo que se produce— estará siempre en manos de los jueces de lo contencioso-administrativo y corresponde a la Administración su impulso mediante el ya referido proceso de lesividad. Un proceso sui generis que, ya en su fase judicial, invierte la posición de demandado que tradicionalmente lleva la Administración, dado que esta última se convierte en la parte recurrente: es a quien le corresponde impugnar en sede de lo contencioso-administrativo el acto administrativo del cual se pretende su invalidez.
El Diccionario panhispánico del español jurídico de la Real Academia ofrece una excelente definición del proceso de lesividad: un cauce procesal especial a través del cual la Administración autora de un acto favorable o declarativo de derechos impugna dicho acto ante la jurisdicción contencioso-administrativa, previa declaración de lesividad del mismo. Es, pues, un proceso bifásico (Alenza García), que se verifica en dos fases: (i) una fase en sede administrativa que culmina con la declaratoria de lesividad del acto; y (ii) una fase judicial, excepcionalísima dado que, como se ha dicho, implica la inversión de la posición tradicional de la Administración como demandada (por la de recurrente o demandante), en sede de la jurisdicción contencioso-administrativa, que termina con el pronunciamiento o no de la nulidad o anulabilidad del acto, según sea el caso.