La última versión del caos, la incertidumbre y el casi perdido sentido de la vida, lo hemos estados viviendo con la pandemia por el coronavirus. Un virus que ha colocado al mundo a su merced. Millones de personas afectadas y no menos fallecidas, por las consecuencias que conlleva, y unos estilos de vida y salud, que se han mostrado condiciones de altísimos riesgos.

Ya el mundo venía cuesta arriba. Un modelo económico centrado en la depredación del ambiente, el lujo, la vida fatua y de boato, que niega la vida misma y que la historia romana le ha quedado pero muy chiquita. Un modelo centrado en la creación de bastas riquezas en poquísimas manos, y enormes pobrezas generalizadas, que incluso no enrojecen ningún rostro y, a lo sumo, le provocan a algunas personas una mueca de desagrado.

Este mundo, que parece sacado de un cuento cruel, ha llevado incluso al Papa Francisco a ofrecernos un grito, en su Encíclica Laudato si´. “Cuidemos la casa común, la única que nos puede albergar y cuidar la vida”. Sin embargo, ni la autoridad de esa Iglesia milenaria ha trocado los deseos y las ambiciones de grupos de poder económico mundial, que solo pueden visualizar sus intereses económicos y de poder sobre todos nosotros, en una especie de ego ciego, que no es capaz siquiera de verse así mismo.

Lo necesario y hasta lo imprescindible se vuelve inútil en ese marco de vida. Lo superfluo se constituye en la razón de nuestras vidas. Quizás se hará necesario que la profundidad del hoyo que hemos ido construyendo se haga más profundo, para darnos cuenta de la oscuridad de nuestra vida actual y el futuro que ella nos depara.

Las últimas décadas de la humanidad ha vivido un desarrollo científico y tecnológico sin precedentes. Hemos avanzado mucho en el conocimiento del universo, aunque sus grandes zonas desconocidas siguen siendo muy bastas. Lo mismo diría del cerebro, que, aunque lo tenemos encima de nosotros sigue siendo un desconocido total.

Todo ese conocimiento acumulado no se ha visto acompañado al mismo tiempo, en una reflexión profunda del sentido de la vida y mucho menos, de la responsabilidad ética y moral que todo ello conlleva. Muchos hombres y mujeres del mundo de la bioética, han empleados horas y no menos esfuerzos para colocar el tema en la conciencia humana. Diego Gracias, en el Congreso sobre Bioética, que la Comisión Nacional de Bioética de la República Dominicana celebró hace poco tiempo, lanzó un grito casi de guerra: No se trata de que los humanos seamos dignos, pues digna es la vida en la que estamos todos insertos, y no hacemos otra cosa que negar esa dignidad.

Nos dice Harari, que somos la especie Sapiems, que ha reinado el mundo desde hace ya miles de años. Que fuimos capaces de generar mitos y leyendas, conciencia intersubjetiva que le proporcionara sentido a la vida. Pero esa misma especie, que hoy gobierna sobre la vida en el planeta Tierra, ha propiciado las razones mismas de su autodestrucción. Todo parece una danza macabra, un contrasentido y posiblemente lo es. Las simbologías del poder del dinero, el poder político mismo y las visiones religiosas que se vuelven muchas veces irracionales, nos han ido ganando la partida.

El cine, en casi todas sus manifestaciones comerciales y hasta independientes, con mucha frecuencia nos muestra desde su perspectiva artística ésta trágico-comedia, que en muchas ocasiones hasta nos espanta. Muy a pesar, parece que no ha podido aún pasar del entretenimiento para el presente y para la angustia futura.

¿Qué más hará falta para que podamos hacer un alto y repensar el sentido y el significado que hemos estado dando a nuestra vida? ¿Un apocalipsis bíblico que nos conmueva de raíces? Esos acontecimientos son difíciles que sucedan. Si Gardner, el creador de las inteligencias múltiples tuviera la razón, los acontecimientos catastróficos unidos al uso de la razón, la investigación y otras palancas de cambios, como él menciona, debería generar un “cambio mental” que contribuya con el cambio de nuestro comportamiento personal y social. Quizás esa simiente esté sembrada y haga falta algo de tiempo y paciencia para que nazca. Prefiero el optimismo, aunque un pesimismo cuidadoso no viene nada mal.

Somos Sapiens, pero parece que se nos hace difícil volver sobre nuestros pies andados. Vamos tan deprisa que la velocidad con que van apareciendo a nuestro alrededor las cosas no nos permite ver el camino ni la vereda. Quizás, hoy más que nunca, la sordera de Beethoven fuera más que necesaria para darnos cuenta de su “Oda a la Alegría”, que llenó la historia humana de esperanza.

El conocimiento científico y el tecnológico, como toda forma de conocimiento que nos envuelve como especie humana, no debe estar desprovisto de lo moral, del discernimiento entre lo bueno y lo malo, aún en su relativismo filosófico.

Como no tengo la autoridad del que es capaz de generar inquietudes en muchos otros, solo pretendía hacer uso de mi derecho a la palabra. Si tuviste el coraje de terminar de leer estas reflexiones, solo darte las gracias.