Creo que discutir Juego de Poder y quedarse en un pasado lejano es desencantar a los lectores que esperan ver quién es quién en el escenario actual y dominicano. No llegaré a tanto, pero me bastará recurrir a una filósofa superconocida en el tema de la ética política, por su artículo “Ante las elecciones: moralita, no moralina” (que puede ser visto en el siguiente enlace en el periódico el País, de Madrid, España: http://elpais.com/elpais/2015/05/05/opinion/1430852962_259702.html)

Adela comienza por una perogrullada: la democracia es de los ciudadanos; pero la que conocemos es la de los partidos. Por aquí comienza el dilema. Aunque ella se enmarca en las elecciones generales de España, no es un secreto que lo que discute nos cabe a nosotros, en la isla, como a ellos, en la península. Dice Adela que “ante las elecciones del 24 de mayo la necesidad de regenerar moralmente la política se ha convertido en un trending topic, en una exigencia presente en todos los discursos: la ética anda en boca de todos los partidos, bien para desautorizar a otros por inmorales, bien para presentar proyectos comprometidos éticamente. Conviene, pues, tomarles la palabra —hablar es comprometerse— y utilizarla no sólo para decidir a quién votar, sino sobre todo para construir en el futuro. Sin embargo, como la palabra “moral” da para mucho, bueno será usarla en el sentido que resulte más fecundo.”

La ética entra en la política de la mano de la indignación por los hechos de corrupción juzgados o no por la justicia, aquí o acullá, y que hace que todos, los presuntos –para ser más papistas que el Papa- y los acusadores –queriendo aparentar una inocencia “cínica” sospechosa.

Adela insiste que “resulta más fecundo tomar la moral también como moralita, que es, según Ortega (y Gasset), un explosivo tan potente como la dinamita. Situada en lugares estratégicos, hace estallar aquello que ya está descompuesto y permite levantar nuevos edificios. Pero eso sí, el mismo Ortega pensaba, con razón, que los adanismos no son buena cosa, que no se trata de destruir y partir de cero, entre otras razones, porque no existe el punto cero, todo tiene antecedentes, y porque es suicida eliminar también lo bueno que se ha ido logrando con esfuerzo a lo largo de la historia. Más vale detectar qué hay ya de positivo y reforzarlo. Para eso sirve la moralita, tomada como vitamina que fortalece la vida pública en el día a día, y no sólo como arma en los discursos de las campañas electorales.”

Lamentablemente, lo que aplicamos es “la moralina” -esa prédica empalagosa y ñoña que se extiende sobre situaciones putrefactas para que dejen de oler mal, en vez de transformarlas desde dentro, según escribe Adela.  No somos tan libres de culpa que no aplicamos moralita, sino que nos quedamos en moralina.

El ejemplo en tiempo presente es la polémica alrededor de la “reelección”, porque a nivel de pasquines salen las voces del pasado con que los actuales reeleccionistas se opusieron entonces; mientras los actuales antireeleccionistas sólo desean un vuelve y vuelve. No hay ninguna discusión de fondo de qué es lo que más le conviene al país. Aún, la referencia de Estados Unidos y su sistema de sólo una reelección no se presenta en su justa dimensión histórica: la voluntad de George Washington de no continuar cuando se le propuso, quedando como su legado que basta con una reelección.

En el patio, en el curso de los últimos veinticinco años hemos experimentados todos los esquemas de sucesión presidencial, sin avenirnos plenamente a ninguno, como un fiel juego de poder dónde sólo bastan las ventajas propias y las perdidas ajenas.