En junio de 2016 el Congreso de Estados Unidos, con poderes plenarios sobre la isla, aprobó la ley PROMESA como respuesta a la actual crisis fiscal del territorio. Lo que implicó en la práctica la derogación de la constitución y de gran parte de las atribuciones del gobierno locales. Lo cual, aunado a factores históricos y políticos, genera un espectro de incertidumbre en cuanto a cuáles son las opciones que tienen los puertorriqueños para salir de este atolladero, y, sobre todo, qué es lo que quiere la metrópolis norteamericana con su vetusta colonia caribeña.
En el imaginario latinoamericano, Puerto Rico aparece como una colonia que es “mantenida” por los americanos. Salvo que Estados Unidos sea una ONG o una congregación de hermanitas de la caridad, dicho imaginario carece de sentido. Estados Unidos, desde finales del siglo XIX, es un imperio; y los imperios se mueven según intereses. Esto es así desde tiempos sumerios y del Antiguo Egipto. En Puerto Rico, las élites que gestionan el imperio estadounidense, persiguen intereses muy concretos.
Tras la caída de la Unión Soviética la lucha contra el enemigo comunista perdió sentido. Las relaciones con terceros que mantenía Washington en función de la dicotomía capitalismo versus comunismo, dejaron de tener lógica estratégica. Para el poder estadunidense los desafíos actuales son otros, tales como el fundamentalismo religioso, las crisis sistémicas del sistema financiero mundial, el cambio climático y el desarrollo de tecnología de punta. Asistimos a un cambio de época con su consecuente cambio de paradigmas. Ahora es mucho más importante liderar el desarrollo de patentes y tecnología de última generación que tener colonias a la antigua usanza. El mundo se controla desde otros factores, sobre todo tecnológicos, y no desde el esquema clásico de control territorial. Y de todos modos, el dólar sigue siendo la moneda de referencia del comercio mundial y los términos de intercambio mundiales siguen operando en función de los intereses estadounidenses. Lo cual, aunado a su primacía tecnológica y altísimo gasto militar, permite al conjunto de élites que gestionan el poder imperial norteamericano, continuar dominando el mundo aún bajo nuevos paradigmas.
En ese contexto, cabe preguntarse, ¿cuál es la importancia estratégica hoy de Puerto Rico?, ¿qué factores concretos le suma a los intereses estadunidenses?
Finalizada la guerra fría la isla perdió cualquier función militar geoestratégica. Con las nuevas tecnologías satelitales no se precisa un territorio concreto para gestionar acciones de seguimiento y rastreo sobre una región. De modo que militarmente el valor de Puerto Rico es cero. Por otro lado, económicamente tampoco la isla es clave. La colonia puertorriqueña se proyectó por mucho tiempo como puente entre los mercados latinoamericanos y el norteamericano. Empero, tras los tratados de libre comercio como el TLCAN y el DR-CAFTA, productos latinoamericanos y caribeños entran directamente y libres de aranceles en el mercado estadounidense. De igual manera, el modelo impulsado con la extinta sección 936 (medida con la que se fomentó, a partir de la década del 70, el establecimiento de corporaciones farmacéuticas y tecnológicas estadunidenses en Puerto Rico), ante el auge tecnológico del sudeste asiático, perdió rentabilidad e incluso sentido. El poco valor económico de Puerto Rico reside en las ganancias que sacan anualmente de la isla corporaciones como Wal-Mart y otras. No obstante, esto se antoja marginal visto en la perspectiva de una economía estadunidense de alcance mundial.
Si carece de valor estratégico militar y económico, ¿por qué siguen en la isla los norteamericanos? Nuestra tesis es que hay dos razones fundamentales para ello. Vayamos a la primera. El gobierno de la isla arrastra una deuda de sobre 70 mil millones de dólares con acreedores mayormente estadounidenses. Esta deuda se fue contrayendo a la largo de décadas. Ni siquiera en su momento de máximo esplendor, el modelo económico del ELA pudo emplear a más del 40% de los puertorriqueños. Por tanto, la economía de la isla, más allá del imaginario de “lo mejor de los dos mundos”, siempre fue ineficiente. A su vez, nunca se desarrolló capital nacional (tampoco esto es posible en un esquema colonial). Y las corporaciones norteamericanas lo que hacían era relocalizar hacia la isla ganancias generadas en terceros países para ampararse en la 936 antes mencionada. De ese modo, se ponía ese capital en bancos locales y de ahí se trasladaba al sistema financiero de Estados Unidos libre de carga impositiva. Era muy poca la inversión en la isla, y aun menor el capital que por ese concepto quedaba en la economía puertorriqueña.
Por su parte, un esquema de subsidios federales dirigido a poblaciones vulnerables, por diseño, desalentó la iniciativa y el trabajo productivo formal en grandes capas de la población. De forma que se aprisionó en una lógica de dependencia a gran parte de los puertorriqueños. Por consiguiente, se generó un cuadro de gran debilidad estructural de la economía puertorriqueña. Al tiempo que, en la propia metrópolis, desde la década del 70 del siglo pasado, se instaló un proceso de financiarización de la economía donde el sector financiero-especulativo ganó supremacía en desmedro de los sectores productivos. Así las cosas, no le quedó mejor opción al gobierno de la isla que endeudarse para operar y cumplir con las expectativas de una población dependiente en situación de improductividad económica. Se armó, pues, un nefasto círculo vicioso donde convergen relocalización de capital de empresas que operan en la isla pero no generan riqueza allí, dependencia, financiarización y endeudamiento y una población improductiva al tiempo que altamente consumista (consumiendo productos importados que generan poca riqueza local). El cóctel explosivo estaba servido.
Desde el 2006, coincidiendo con la entrada en vigor de la derogación de la 936, Puerto Rico entró recesión económica. A partir de ese año la economía local decrece. En paralelo, miles de puertorriqueños comenzaron a irse a los estados (con sus ciudadanías) en búsqueda de mejores oportunidades. Lo cual disminuyó la base contributiva, esto es, la capacidad de captación del fisco. Con menos gente y una deuda in crescendo la isla llegó a la actual crisis económica y fiscal que la ahoga. La aprobación de la ley PROMESA en el Congreso de Washington, lo que busca es crear condiciones en que los acreedores cobren la deuda con márgenes favorables. Entonces, la primera razón por la que siguen los americanos es para que sus especuladores cobren esa deuda.
Le segunda tiene que ver con lo que llamamos la dimensión visceral de los imperios. Los imperios de cada época histórica se asumen como los más aptos, y, por tanto, naturalmente destinados a mandar. Son incapaces de asumirse de otro manera que no sea dominando. Estados Unidos, si bien ya no tiene intereses estratégicos en Puerto Rico, ve la isla como su finca. Podría ser que este factor pese incluso más que el económico. Con lo cual, en la metrópolis estarían pensando, algunas de las élites que gestionan el imperio, quedarse a perpetuidad con la colonia.
La ley PROMESA restauró el modelo de colonia directa que, hasta el Estado Libre Asociado (ELA) de 1952, Estados Unidos gestionaba en la isla. Hoy día no existe nada del poco gobierno propio que hubo en Puerto Rico. Un ente federal por el que nadie votó en la isla, está por encima de cualquier decisión o veto de los miembros del gobierno local por el que votaron los puertorriqueños. Mientras, las proyecciones apuntan a miles de boricuas que en los próximos meses y años seguirán abandonando la isla. No hay proyecto de crecimiento económico; solo se habla, desde Washington, de disciplina fiscal para que se pueda pagar la deuda. Una economía que no crece, improductiva y manejada desde paradigmas únicamente fiscales. Sin un gobierno que pueda articular políticas según las necesidades nacionales, no es viable ningún país. Puerto Rico hoy es una colonia inviable al mediano y largo plazo.
El problema de fondo de la isla es histórico y político. Un territorio caribeño enredado en el esquema de relaciones de poder de un imperio para el cual ya no es importante. Pero que, sin embargo, no tiene entre sus planes soltarlo pues intereses financieros presionan para cobrar su deuda, y, por otro lado, la arrogancia imperial insta a mantener “derechos” de propiedad. En una esquina está el poder imperial. En la otra la isla y su gente. Los sujetos coloniales de ese ELA que ya no tiene bases materiales sobre las que sostenerse. Ahora, lo que hay es lo peor de los dos mundos.
¿Cómo, entonces, encontrar soluciones? Nuestra propuesta es que se opte por los propios puertorriqueños. Los tres millones y medio que quedan en la isla, y los más de cinco millones que están en Estados Unidos. Que se busque crear en la metrópolis una fuerza puertorriqueña desde la cual articular aliados estratégicos (sobre todo, en los sectores progresistas cada vez más política y culturalmente preponderantes en tanto son la respuesta al nacionalismo blanco que encarna Trump), colocar la isla en la agenda regional e internacional y mirar hacia el corazón y mente de cada boricua. De ese boricua heredero del crisol de razas y experiencias que constituye lo puertorriqueño no colonial. Puerto Rico tendrá futuro, y será viable, en la medida de que sean los puertorriqueños quienes definan y vayan por ese futuro.