En verano de 2019 en Puerto Rico no se materializó una revolución social y política tal y como la concibió en el pasado el marxismo-leninismo. Es decir, como la toma del poder del Estado por medio de una insurrección bajo el patrocinio y dirección de un partido de cuadros o un grupo de revolucionarios profesionales que pensaban y veían el Estado como un instrumento de control y dominio de una clase social para someter a otras clases sociales (sobre todo a la trabajadora) en todos sus alcances sociales, políticos, económicos e ideológicos. El hecho de que en PR no se haya concretado este arquetipo de movimiento social no debe, sin embargo, ser motivo para desechar y apreciar la trascendencia cívica masiva y heterogénea que obligó al gobernador Ricardo Rosselló a renunciar de su puesto como ejecutivo colonial del cual fue elegido en las urnas en 2016. En PR lo que se escenificó fue una revuelta ciudadana que vulneró y trascendió los órdenes y las disciplinas partidistas e ideológicas duras.
A lo largo de todo el siglo XX los ejemplos-ensayos de ese modelo de revolución son numerosos. Por sus impactos en Europa y Latinoamérica, digamos que la Revolución bolchevique de Rusia en 1917 y a la revolución castrista-guevarista de 1959, en Cuba, fueron los ejemplos y empresas más notables. Estos experimentos de transformar la sociedad a través de cambios o saltos acelerados cualitativos tienen su contraparte en la concreción de las revoluciones liberales-burguesas, la mayoría de ellas perpetradas durante el siglo XIX. Ni unas ni otras nos sirven del todo como referentes para intentar explicar lo que sucedió en Puerto Rico en las últimas semanas para derrumbar al gobernador Ricardo Rosselló.
En el siglo XIX en Puerto Rico no se cuajó una revolución anticolonialista liberal exitosa tal y como aconteció en otras posesiones españolas latinoamericanas y caribeñas. Quizás lo más próximo fue la intentona del malogrado Grito de Lares de 1868. El ánimo de ese impulso, sin embargo, fue ahogado en 1898 cuando EE.UU invadió y se adueñó del territorio isleño luego de su triunfo sobre España en la llamada Guerra hispanoamericana. Desde entonces, y durante la primera mitad del siglo XX, una minoría nacionalista pequeña burguesa ilustrada y demócrata-revolucionaria, muchas veces en mancomunidad con los trabajadores agrícolas de la industria cañera, le dio continuidad a esos anhelos de fundar y mantener un Estado-Nación siguiendo los principios liberales-representativos parlamentarios experimentados y consolidados -con todas sus contradicciones y tensiones congénitas- en Europa y América.
Hoy en día Puerto Rico no es un Estado-Nación independiente en conformidad con los parámetros del derecho internacional. Aunque con identidad cultural propia diversa, políticamente PR sigue siendo una colonia de los Estados Unidos. Esto lo ha repetido hasta el hartazgo el sector anticolonialista. Que esa condición colonial revista tonalidades particulares y que compendie expresiones nuevas en algunas prácticas de dominio colonial que lo distancian de lo que tradicionalmente han sido las prácticas del control de un territorio por parte de un imperio es un asunto que rebasa los fines de esta reflexión, pero no por ello dejan de ser menos significativos. Es tema y deliberación aparte que demanda otras atenciones por parte de los sectores soberanistas e independentistas puertorriqueños. Me refiero a las ramificaciones y extensiones de derechos democráticos y civiles que han llegado importados desde EE.UU a PR y que en ocasiones han sido incluso imposturas no simpáticas por las diferencias y tradiciones culturales entre ambos países.
No obstante, vale acentuar que en PR la fundación y consolidación del Estado liberal moderno soberano e independiente sigue siendo una ambición viva al interior de los sectores independentistas y nacionalistas hegemónicos del país Esa desiderata, con todo un cúmulo de tracciones internas es crucial para un mejor entendimiento de lo que ha pasado en las últimas semanas en Puerto Rico tras sus jornadas contundentes y triunfantes de luchas ciudadanas para echar al gobernador colonial Ricardo Rosselló, electo en 2016.
La creación del Estado Libre Asociado de PR en 1952 (una farsa para el independentismo más radical) fue la salida-panacea de los Estados Unidos y de sectores moderados locales a las crisis y presiones de las demandas de acentos insurrectos de los nacionalistas por completar el Estado-nación autónomo y soberano. Aun así, y debilitado el nacionalismo radical (emblematizado en la figura de Pedro Albizu Campos), con la creación del ELA, es innegable que el pueblo de PR –aún los lindes inherentes a su situación colonial– se insertó en las tradiciones prácticas occidentales heredadas de ciertos derechos civiles liberales que resultaran congruentes al modelo de desarrollo económico y de infraestructura que demandaba el ensanchamiento y consolidación del Estado Libre Asociado. Paradójicamente la represión del nacionalismo (al grado de criminalizarlo y reprimirlo) fue el importe que tuvo que sufragar PR para tener acceso a una cuantía de extensiones de conquistas de derechos civiles inherentes a la democracia liberal, representativa y parlamentaria formal ya reconocidos institucionalizados en los EE.UU.
Afianzado el ELA, desde entonces dos partidos (PPD y PNP) se alternan el poder político a partir de 1968, año en que el caudillo creador del ELA (Luis Muñoz Marín) pierde las elecciones tras haber reinado como la figura magnificente de la política partidista del país. El Partido Nuevo Progresista (PNP) encarnará el anhelo de la anexión total hacia los EE.UU y el Partido Popular Democrático (PPD) la permanencia del estado colonial prevaleciente hasta hoy día.
En el interregno que va desde la fundación del ELA hasta la actualidad, paradójicamente se forma un nuevo sujeto social que toma conciencia y participa del liberalismo democrático-representativo con su ristra de derechos civiles, que en muchos casos son importaciones de los EE.UU. y no necesariamente consecuencias de luchas civiles propias en el plano local, aunque en el marco de la constitución del ELA haya asideros para ellos a través de jornadas cívicas o de legislación.
De hecho, la historia reciente registra una hornada de luchas parciales por solidificar, ampliar y preservar esos derechos cuando se han visto amenazados. Curiosamente, PR es probablemente uno de los países del Caribe donde más palpables y realidad se han hecho los derechos civiles y democráticos al grado de que en el país hay, incluso, legislación en algunas zonas sociales mucho más avanzada en sus alcances sociales que en algunos estados de los EE.UU. Muchas de ellas son secuelas de reivindicaciones de las luchas de la ciudadanía y de la clase trabajadora puertorriqueña, pero otras han sido extensiones de conquistas de la ciudadanía estadounidense en sus jornadas por derechos civiles y democráticos enmarcados en el parlamentarismo. La relación entre centro (EE.UU) y colonia (PR) no sigue el modelo clásico de colonialismo.
Con frecuencia víctima y recelosa de su partidocracia local –por esta última continuamente verse tentada a restringir derechos arrebatados al poder del Estado ya, sean a través de luchas internas o externas– el sujeto colectivo puertorriqueño, muy a pesar de vivir bajo las circunstancias y condiciones del mando político imperial de los EE.UU y de un estado de derecho interferido por las leyes federales ha alcanzado una conciencia ciudadana muy sensible y recelosa cuando se pretende restringir y burlar sus alcances. No empece a esa conciencia ciudadana colectiva, los políticos partidistas se las arreglan para perfumar sus componendas, violentarlas y desfalcarlas a menudo. La promiscuidad de la demagogia, la manipulación mediática, el populismo multidireccional, el fanatismo y la lealtad partidista-ideológica posibilitan, sin embargo, la reproducción de un círculo vicioso y redundante cada cuatro años vía las elecciones.
Cuando detonó el escándalo del chat privado del gobernador Ricardo Rosselló y su exiguo, pero infame y terrorífico grupo de colaboradores íntimos, quedó en evidencia pública su naturaleza corrupta, su nepotismo partidista y clasista, su insensibilidad, sus técnicas para el tráfico de influencia, su misoginia y su homofobia institucionalizada privadamente, entre otros episodios perversos y execrables. Su doblez y simulación, entre otras infamias, desvelaron la psicología de un círculo de sujetos torcidos y dañados psicológicamente para ocupar puestos de confianza del país de los cuales eran inmerecedores.
La respuesta de la ciudadanía manifestó enérgicamente que no estaba dispuesta a seguir tolerando sus despotismos y arbitrariedades. La indignación fue total y contundente, incluso desde el interior de su propio partido y afines ideológicos. Eso explica parcialmente la heterogénea convergencia ciudadana, junto a artistas, deportistas, gremios de trabajadores, algunos grupos religiosos y figuras emblemáticas y comunes de la diáspora, para rechazar y exigir en las calles enardecidas la renuncia del gobernador recurriendo a una pluralidad de métodos creativos y novedosos que por su ejemplaridad y coloridos han llamado la atención del mundo.
Ha sido grandioso y ejemplar (un ajuste de cuentas con la historia) el despertar de todo un pueblo que en las últimas décadas había dado poca muestra de indignación al unísono por causas ciudadanas comunes. Sin ni remotamente pretender desmerecer esta gran gesta cívica del pueblo puertorriqueño, no creo, sin embargo, que estas expresiones de protestas puedan ser tildadas como una revolución orgánica que tenga en agenda una transformación programática del orden social existente. Como sujetos activos o pasivos, en el Verano 2019 puertorriqueño de lo que hemos sido testigos es de una hermosa, valiente y necesaria revuelta ciudadana.
Si estamos ante el inicio de una revolución, entonces se trata de un proyecto social-político inédito que quiebra y liquida muchas de las teorías ortodoxas y dogmáticas antiguas de la idea o imaginario de revolución. Aquí no ha habido ni hay un partido ni ningún grupo emergente vanguardista que se pueda adjudicar el protagonismo de estas pobladas. Ha sido el pueblo mismo. Los principales aliados con poder de convocatoria han sido los artistas del espectáculo musical. Por cierto, casi ninguno de ellos reside en Puerto Rico. La experiencia de lo que ha acontecido en PR nos indica que estamos ante un fenómeno ciudadano nuevo que requerirá de muchas y diversas miradas, narrativas y reflexiones para entenderlo más claramente.
Más allá de la valía y méritos del triunfo de la ciudadanía puertorriqueña en el Verano de 2019, cualquier tentativa o breviario de transformación social, política y económica más amplia en PR tendría que exigir entre sus demandas la inclusión de representantes de la ciudadanía en cualquier proceso de transición negociadora durante el cambio de gobernador que habrá en los próximos días. Subrayo este aspecto porque hasta ahora las negociaciones han quedado enclaustradas en manos de los mismos políticos corruptos contra lo que se protestado. Estos se apropiaron y secuestraron el fruto de la lucha ciudadana.
Para que se pueda hablar propiamente de revolución de alcances orgánicos amplificados socialmente habría que hacer estremecer el statu quo del orden colonial y la hegemonía bipartidista existente; igualmente exigir al congreso de los EE.UU la redefinición de una relación más democrática y bilateral entre ambas naciones bajo el principio de una equidad de poderes. En lo inmediato habría que insistir también en la eliminación de la Junta de Control Fiscal impuesta por el Congreso de los EE.UU en 2017, la eliminación de la odiosa Ley de Cabotaje y la auditoría de la deuda de más de 70 mil millones hoy impagable. En las demandas se impondría también una urgente reforma a la ley de partidos, entre otras deficiencias derivadas en su mayoría del colonialismo. Una revuelta ciudadana no es automáticamente una revolución, pero no hay revoluciones que no hayan empezados con revueltas pasivas o activas