Como otras islas caribeñas, la nuestra está bordeada de playas de “alto calibre”. No todas son iguales, y habría que preguntarle a un biólogo marino cómo funciona el ecosistema de Sosúa, o Las Galeras.
Si viajamos a la región Este, nos daremos cuenta que allí la arena blanca de las playas, hace las delicias de los visitantes. Como saben muchos, estas playas son el sostén del sistema turístico nacional.
Un tema interesante es la biología marina que tenemos en nuestra visitada y mil veces admirada costa. No tenemos focas, pero si tenemos una gran variedad de peces: el pargo, el chillo, el róbalo, la cojinúa, el atún y el mero, por ejemplo.
No nos olvidemos de las tortugas: Carey, Golfina, la Caguama –que también existe en Cuba–, Tinglar y la Tortuga verde. Tampoco olvidemos un gran atractivo en las ballenas jorobadas que, en la costa de Samaná, sirven para el deleite de extranjeros y locales.
Aquí hay que especificar algo: la dinámica económica del pescador dominicano y las regulaciones que existen para mantener el equilibrio de los ecosistemas marinos.
Como intuye el viajero, los vendedores de pescado de la costa buscan sobrevivir a través de su esfuerzo, tesón y trabajo. Varias regulaciones intentan controlar y manejar el problema de una manera coherente. Hay una ley de pesca de octubre de 2006 que el Consejo Dominicano de Pesca y Agricultura, CODOPESCA intenta administrar con éxito.
Los pueblos costeros –Río San Juan, Cabrera, Nagua, por ejemplo–, tienen una dinámica interesante. Faltan estudios que cronometren la dinámica existencial de los habitantes de la costa. Ni siquiera en el ámbito de la literatura, más abierto a la experimentación, podemos notar el abordaje de los problemas del hombre de mar. Dedicado a su diario vivir en una costa que evoluciona y se moderniza, como cualquier habitante de ciudad, el hombre de la costa está inmerso en un dinámico proceso económico. Lanza su red al mar en busca de peces pequeños, pero que aún pequeños, puedan servir para la venta y la alimentación de sus hijos.
A veces, en cualquier domingo he visto en alguna playa dominicana a determinados pescadores en la orilla. Estos no se meten todo el tiempo en la profundidad, sino que se quedan en la costa. Su amiga es la arena, y la red su instrumento de trabajo. Perciben el día como una lenta ebullición donde el clamor de su empeño tiene que ver con “conseguir algo”. Retornan a la casa a las seis de la tarde, con la faltriquera llena de peces medianos y el alma repleta de optimismo.
Hijo del mar, este vendedor de pescados tiene claro que al otro día hará lo mismo. Su esposa tiene tres hijos, que van a la escuela, y el intenta colaborar con el pequeño negocio de venta de comida que tienen en el pueblito. En un recodo de la zona, puede uno detenerse para comprar un pescado al precio que él diga. Trabajan todo el día y tienen clientes continuos.
Atiborrado por la fe de la pesca del día, nuestro lugareño agarra su macuto y entra en el mar, para pescar con una figa y un arpón. Penetra en el oleaje, y a puro pulmón se olvida de la superficie. Como haría “El hombre de la Atlántida”, una serie de tv producida por NBC en 1977, –y que muchos vieron aquí en el país porque fue trasmitida por un canal local–, logra entrar en la profundidad en lo que se conoce como “pesca a la caída”. Los pescadores son grandes nadadores que pueden estar “abajo” por minutos.
Minutos después, regresa a la superficie con varios ejemplares, y uno que otro pez de grandes dimensiones. En la profundidad su lucha ha sido tenaz. Sale afuera a la playa y allí lo espera uno de sus hijos, que ese día no ha ido a la escuela porque la profesora ha dicho, ahora con la pandemia, que la clase será virtual como en las ciudades modernas. La modernidad ha llegado a los pequeños poblados de la costa de nuestra isla. Sus hijos, que ahora están en cuarto de primaria, hasta tienen tablets, lo que no es una garantía de buena educación, como se sabe.
En algunos pueblecitos de la costa, se puede ver la magia de lo que describimos antes: personas que algunos suponen que no tienen historia, son los protagonistas de una vida típicamente isleña. Uno piensa en Jamaica, –con alguna canción de Bob Marley a cuestas, Exodus, la canción es del 3 de junio de 1977–, con la sensación de que también allí se da el fenómeno de la venta y la compra de peces.
En algunos parajes dominicanos, podemos encontrar el fruto de la pesca de estos hombres. El producto final es muy buscado por visitantes ocasionales de la costa. La pregunta que podría hacerse cualquiera: desde cuándo practican la pesca?
“Mi papa me enseñó a nadar”, dice un pescador joven. De generación en generación, están entrenados para sobrevivir en un medio muchas veces hostil. Muchos conocen, además, el pluriempleo. Ha podido participar en la construcción de ese hotel, que se dice que será de cuatro estrellas. Bastante articulado, puede emitir juicios políticos, sobre todo en defensa propia: una diputada que quería expulsarlo de la costa. Sin embargo, tienen permiso para su diaria faena. Uno de ellos me aseguró que suelen respetar las vedas. Sabe que si no lo hace, esta fuera del negocio.
Como se sabe, no todo el lugar está poblado de estos especímenes, que conocen también la dinámica dominicana del tigueraje. En las poblaciones costeras, –así como en las grandes ciudades–, es notorio que se dé el fenómeno de un tigueraje que puede quitarle el negocio a cualquier superviviente. En la nocturnidad de la pequeña comunidad, podemos verlo bailar con una canadiense, lo que no quiere decir que se trate de un sanky panky, otro espécimen de la zona.
En este submundo, se dan procesos que no todos comprenden. Nuestro protagonista rechaza lo ilícito, y se concentra en su trabajo para no tener que emigrar a la ciudad, un entorno molesto para él. Ha comprendido que su vida es el mar. Discípulo del Dios Neptuno –en el panteón griego sería Poseidón, en Puerto Plata está la estatua en pleno malecón–, es cierto que se mantiene con la fe de no tener que irse de su pueblo. Su esposa lo saluda y lo felicita por su difícil decisión.