Los músicos populares tienen fama de parranderos y bebedores, y los de esa provincia, en general, no son excepción. Durante los bailes de los setenta y los ochenta, en el Club Socio o en La Espinita, se les veía cruzar la botella de mano en mano, entre tema y tema, y “a pico e botella” pasaban la noche, hasta el amanecer. Pero esos hombres y mujeres fueron el dínamo de la alegría en la época de oro del pueblo.
Cada domingo en la noche era distinto a estos tiempos de incertidumbre. El parque central se atestaba de visitantes –viejos, jóvenes y niños– que daban vueltas y vueltas, caminando por sus anchas aceras, y los menos, ocupaban los bancos para charlar, o hacían rondas alrededor de la glorieta para ver de cerca a los artistas de la Banda Municipal de Música ejecutando cada pieza de las retretas. La armonía y el diálogo caracterizaban el ambiente de ocho a diez.
El concierto representaba un derroche de danzas, trozos de sinfonías y un final con merengues clásicos.
En aquellos tiempos el parque Duarte no semejaba un paradero de vacas, ni un sitio abierto para la prostitución, las bebentinas y la contaminación sónica. No era un sitio exclusivo del desenfreno. Más bien representaba un espacio arquitectónicamente amigable con el entorno, con una pecera llena de creatividad y de vida. Los músicos y sus conciertos eran complemento de la armonía integral.
Un mal día, esa marca—provincia se esfumó, más por falta de visión que de dinero. A alguien se le ocurrió sepultarla.
Suerte que ahora se ven en el horizonte señales de resucitación. El virtuoso saxonista Mon Matilde impulsa sin recursos una banda integrada por jóvenes talentosos, mientras otros indolentes gastan dinerales en menudencias que solo empobrecen el espíritu y ofenden a los muchos que se mueren de hambre.
¡VICINIIII, PAAAARA!
El Pedernales de la frontera suroeste con Haití no siempre fue tan pobre ni tan desarraigado de su cultura. Nunca fue ni parecido a la baraúnda que es hoy.
Existía la Academia de Música con servicios gratuitos. ¿Quién de aquellos días alegres no recuerda al maestro Librado Santana y su par, el pintoresco Ojitos Verdes, en sus esfuerzos por formar a nuevas generaciones en ese arte?
Excelentes profesionales y habituales bebedores eran aquellos músicos. Versátiles como ellos, pocos. Librado, Ojitos Verdes, Mon y Bobollo escribían en el pentagrama y ejecutaban varios instrumentos.
Ojitos Verdes, de piel amarilla, calvo, pasaba de cinco pies y dos pulgadas de estatura. Se movía como una ardilla y solía pasarse de alcohol cualquier día de la semana. Sus juergas eran largas y, mientras más bebía, más se aferraba a su trompeta. La llevaba entre los brazos durante sus visitas inesperadas a los vecinos que se les ocurriera. Y la ponía a “berrear” en cuanto llegaba. Un hombre manso, querido en el pueblo. Bobollo, el virtuoso director del combo, tragaba en seco y le gritaba para devolverlo al “redil” cuando comenzaba a arruinarlo todo con sus desafines.
Él nunca respingaba. Siempre hizo lo mismo: ser decente, simpático, enseñar en la academia, tocar en la Banda y en el combo… y beber.
Vicini y Telé tocaban saxo, pero nunca tuvieron “oídos” para la música. ¿Perseverantes? Eso sí.
Vicini amaba su saxo. No se lo quitaba de encima. Hasta su deceso, rondando los ochenta años, lo hacía sonar en compartires de patios. Fue famoso el cuento de él mientras ejecutaba un merengue tradicional.
La banda había terminado, pero el seguía a toda velocidad, pese al llamado de pare gritado por el director. No oía. Cuando todos habían finalizado, el se dio cuenta. Y cerró con un: “tarararán, tan-tan”.
Güingo (Federico Pérez Pérez) no era beodo; tampoco abstemio. Hasta su muerte en la capital, hace un año, fue un apasionado del bandoneón, la guitarra y la trompeta. Trompeta también tocaba su hermano Miguel. Brillantes.
Pocos recuerdan, sin embargo, su protagonismo en Pedernales durante las veladas artísticas y las presentaciones icónicas de la rondalla de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, donde sirvió toda su vida, pero recibió como recompensa una jubilación con una mensualidad que solo le sirvió para ahondarle el sufrimiento y morir más temprano.
PERFECTOS OLVIDADOS
Pedernales registra en su imaginario, trompetistas sinfónicos de la talla de Kramer Lozano, nieto de doña Buenamoza y Fabio, familia honorable de la Juan López.
Librado Santana, Alcibíades Méndez (Bobollo), Ojitos Verdes y Ramón Méndez (Mon Bulaca) han sido pilares hasta ahora no superados en la formación de músicos.
Otros: Servio, Silvio, Piche, Nelson, Cuchi, Pablitín, Hermano Mello, Yayo, José Adames, Cuíto, Confesor, Nelson, Luis Cana…
Y no solo ellos. Cuando en el país era impensable la mención de mujeres tocando saxo y trompeta, allá surgieron María Nilva, Ana, Crucita y Canusa. La gente se aglomeraba para verle. Todo un espectáculo.
Los hijos de Matilde y Largo: Bobollo y Mon, María Nilva y Ana, son referentes de buenos músicos en la provincia, y tal vez en el país. No solo escribían y tocaban bien, sino que multiplicaban sus conocimientos. Vibraban con su trabajo.
Matilde y Largo conformaron una pareja que trabajó día a día para dar de comer y educar a su proble, y la llevaron con dignidad aun frente una enfermedad de la pobreza que se ancló durante años en el hogar, y hasta una de esas vidas útiles se llevó.
En Navidad y otras fechas festivas, los pedernalenses no extrañaban grupos musicales de la capital. El Combo Pedernales y la Banda de Música Municipal estaban ahí, siempre. Hoy, sin embargo, sus músicos son los perfectos olvidados.