En medio de este mundo de la política que ocupa las primeras planas de los diarios; del hacer o deshacer de Estado; de acontecimientos que nos impactan en la vida diaria, que, o nos vuelven indolentes o nos enferman del corazón o de la mente, porque amén de lo fuertes que son, no se nos da tregua, pienso tanto en la gente que padece de cáncer. Siento una piedad inmensa. Es una compasión sin límites. Y no es casual. Es que, como posiblemente a casi todos/as nos ha pasado, a alguien cercano a nosotros lo hemos visto padecer de esta enfermedad y nos hemos dado cuenta que es inmisericorde. 

El enfermo de cáncer sufre mucho. Sufre por la enfermedad y sufre por el tratamiento. A veces parece que sufre más por el tratamiento que por la misma enfermedad. Ese puente tan duro que hay que atravesar, que se llama quimio o radioterapia o ambos a la vez, de verdad que son pruebas grandes para los pacientes de cáncer y sus familiares. 

Pienso que de alguna manera debemos hacer un compromiso de ayudar a las personas que padecen esta temible enfermedad. Su tratamiento es muy caro, casi un lujo, a pesar de lo lacerante que es. Pocos dominicano/as tienen el poder adquisitivo para comprar los medicamentos que requiere un enfermo de cáncer. 

Por otro lado, hay que hacer una especie de profesión de fe para dar asistencia a quien le ha tocado esa calamidad. Hay que dar mucha comprensión a un enfermo de cáncer. Hay que dolerse con piedad y resistencia, hasta el infinito, del familiar o amigo/a que la padece. Hay que dar mucho amor y atención al enfermo de cáncer y la familia tiene que unirse y alternarse en la presencia, el cuidado, entrega, compañía, transferencia de la esperanza y en el compartir de la fe. 

A un familiar con cáncer hay que tratarle con mucha dignidad. Si posible debe cuidarlo uno/a mismo, buscando su aprobación previamente a la toma de muchas decisiones o cuidados. Buscar asistentes, pero estar a la vigilancia y supervisión permanentes, como cuando una vez tuvimos nuestros hijos pequeñitos. Hay que crearle un programa completo y estar atento de manera inquebrantable, en cada recaída que durante el tratamiento es una constante y a veces no da tregua, para asistirle con lo mejor que se pueda. Hay que procurarle los cuidados más exquisitos y sacar fuerzas de donde no se tienen. Hay que interactuar con el médico, no como paciente, sino como un impaciente, para despertar en él o en ella, la proactividad, la piedad, la capacidad, la condolencia y hacer que él o ella den lo mejor de si mismos,  al enfermo nuestro. 

Aún con las deficiencias de nuestro Estado y nuestro sistema de salud pública; aún con la insuficiencia de recursos como consecuencia de la corrupción, nuestra gente que padece de enfermedades como el cáncer, bien podría sufrir menos, si existiera una sociedad integrada por más dolientes. Pudiéramos ser más solidarios y entregarnos a la causa de alguien que no tiene quien le cuide y no dispone de recursos para aplicarse un tratamiento aunque fuere, mínimamente digno. Pudiéramos pertenecer a esas fundaciones o asociaciones de ayuda a pacientes de determinadas enfermedades catastróficas y ayudar en la recolección de fondos para los tratamientos de los que las padecen y no disponen de recursos ni siquiera para alimentarse. Pudiéramos intentar ser más solidarios con los casos más difíciles, aplicando aquella decisión de la Madre Teresa de Calcuta, de dar hasta que nos duela. 

Sé que en estos momentos lo que más debería llamar nuestra atención es el pueblo japonés y con toda la razón; o el pueblo haitiano y su constante sufrimiento, pero no olvidemos los silentes pacientes de cáncer, de los cuales, muchos se secan a diario del dolor en medio de la miseria, la soledad y la falta de solidaridad. 

Les invito a que en silencio, sin que la mano derecha se entere de lo que hizo la izquierda, vayamos a los centros y hospitales oncológicos u hospitales generales y apadrinemos a un/a paciente con cáncer, que no tenga recursos económicos para ni siquiera morir en dignidad o bien morir. Démosle lo que podamos darle, a veces hasta las meriendas o sus alimentos que no siempre pueden ser lo mismo que comemos todos los días; o apadrinemos una sesión de quimioterapia; o acompañémoslo/a tres veces a la semana, o comprémosle un colchón más cómodo para cuidarlo de las escaras, o una silla de ruedas, o un sillón que le acomode; o llevémosle la palabra de Dios, o unas flores, o una canción. Pero, comencemos todo/as a practicar de lleno la piedad. Cuánta gente nos necesita.