Hace muuuchos años, en la década del setenta, cuando Boca Chica era Boca Chica. Cuando había playa. Cuando no se hacían trencitas. Cuando no se vendía de nada. Cuando no se veían viejos blancos con jóvenes oscuras y ropa indecente. Cuando no se veían hombres negros con mujeres jóvenes o viejas, pero blancas. Cuando la Matica se veía lejana. Cuando  no había que alquilar mesitas ni sillas para poder disfrutar de la playa y ésta no estaba contaminada, entonces en el  colegio en el cual yo trabajaba hacíamos excursiones los sábados a esa playa.

Los padres con toda confianza dejaban ir a sus niñas, pues sabían que estaban seguras, bien cuidadas. Que las profesoras, todas jóvenes, estábamos dentro del agua con ellas, que tres monjas, cuando eso eran las españolas que dirigían el colegio, estaban una cuidando los bultos de todas nosotras sentada en una silla y dos paradas en un murito protegiéndose del sol con una sombrilla, vigilando. Gracias a Dios nunca nos sucedió nada, ni siquiera un rasguño.

De esos años puedo recordar a Maribel, Mary Yolanda, María Amparo, a Sor Jacinta, Sor Salvadora y Sor María Piedad, éstas últimas Hermanas Franciscanas.

Siempre me llamaba la atención ese gran hotel, “El Hamaca”. Parecía estar sumergido en el agua. Estaba cerrado, olvidado. Soñaba con estar algún día en él.  Con el paso de los años mi sueño de entonces se hizo realidad.  He tenido la oportunidad de cada vez que quiero descansar irme allí, me queda cerca, mis hijos me pueden llevar e irme a buscar, incluso el mismo día si es que luego de estar allí decido regresar.

Tienen tres hoteles en uno. El viejo Hamaca de playa. El no tan nuevo Hamaca de jardín y el menos viejo, el que ellos venden como de lujo, que es una torre. Todos con un precio diferente, de menos a más, jardín, playa, torre. He estado en muchas oportunidades.

He recorrido casi todos los hoteles del norte, los del este, menos los del sur, eso me da la oportunidad de establecer comparaciones. Ahora  las reservaciones se hacen vía internet. En junio del año pasado quise ir al que es menos viejo, la torre, me ofrecieron un paraíso, casi comparado con un cinco estrellas de cualquier polo turístico, para mí un verdadero chasco.

En este fin de semana pasado quería sentirme lejos del bullicio. Pensé que el mejor lugar era irme al que es jardín. Hice mi reservación vía internet, les notifiqué que soy vieja y que casi no puedo caminar – me caí en el baño y he quedado chueca o renca- tómenlo como mejor les parezca. La joven que me atendió me dijo que iba a poner una nota diciendo que me alojaran cerca de los servicios.

Llamé al hotel, les expliqué mi situación y ellos con mucha amabilidad me dijeron que tendrían en cuenta esa observación para que pudiera descansar. Hasta ahí todo bien.

El viernes cuando llego al hotel, aprovechando mi condición, como hago en los bancos, me coloco en la fila especial. Yo digo que califico en dos de las condiciones, en la que está dibujado un señor con su bastón y en la que indica a alguien en silla de ruedas.

Mi hijo que me llevó debía regresar ya que tenía que impartir docencia en la UASD, pero me dejó en manos de un joven, con muchas recomendaciones, le dijo que me tratara como si fuera su madre. Pues así me trató. Me mandó al bloque más lejos. Como conozco el hotel, le dije que yo no podía caminar y que yo para ese lugar no iba. Otra joven muy “amable” me dijo que lo más cerca era otro bloque, yo para no ser intransigente, acepté. Sabía que estaba lejos también.

Estaban limpiando la habitación y la joven le dijo al caballero que llevó mi equipaje que yo no me podía quedar ahí porque habían muchas filtraciones y me podía caer. El joven muy amable volvió al lobby, yo me cansé de esperar y tomé mi maleta, mi cartera y mi bastón, me lo encontré en el camino y me dijo de la habitación que me había encontrado, tan lejos como la primera. Yo seguí mi camino y me da pena con él porque no tuvo la culpa de las malas atenciones que me dieron al chequearme. La peor que he recibido en mi vida.

Llegué al lobby e hice algo que todavía me causa risa. Les entregué su sobre, les dije que mi habitación estaba ahí, en un sofá, le dije a un señor que ocupaba  uno que por favor se sentara en otro sillón que esa era mi cama. Me puse la cartera de almohada y me tendí en él. Claro, ese lujo me lo podía dar, porque no estaban mis hijos ni nadie que me conociera, además es una manifestación de una “vieja loca”. Al instante apareció una habitación, ubicada cerca de todo, pero no en la parte que yo había pagado, ya que lo que buscaba era descanso. Lo lamentable de todo esto es que al poco rato una joven madre iba con sus tres hijas, me preguntó que si me habían resuelto, ella me dijo que la llevaban a una tercera habitación, pero tuvo que pagar cuarenta dólares más.

Más tarde quería comunicarme con mis hijos, pero a algo le di al celular que lo desprogramé. Fui y le pedí ayuda a un joven y éste muy amable logró rescatar mi comunicación, pero en el lobby una pareja protestaba porque ellos habían pagado una habitación con vista al mar, le dijeron que no habían disponibles. Lo extraño es que apareció una como ellos habían reservado, pero tuvieron que pagar veinte dólares más, por cada uno.

No es que pretenda que este hotel brinde las comodidades de un cinco estrellas, pero por lo menos, no engañen a uno y le salgan con otra cosa, parece que esa es su política, ofrecer algo y después cobrar un excedente. Esto me recordó cuando en un centro comercial devolvían con mentas. Lo que más me apena es que los dominicanos nos hemos acostumbrado a aceptar todo y no reclamar nuestros derechos. ¡Qué  lamentable!

Puedo decirles que mi rostro cambió cuando mis hijos me fueron a recoger, pues los rostros que vi entrar al lobby fueron los de mis dos nietos tomados de la mano, uno de ocho años y otro de dos. Quedé petrificada, no pude ni reaccionar para tomarles una foto con el celular, pues mi corazón latió a mil.

Bendito el regalo de Dios que nos permite ser abuelas.