La época que nos está tocando vivir, signada por palabras de naturaleza alevosa: incertidumbre, desesperanza, miedo, frustración, hartazgo; ha traído al escenario a un paria histórico, a la salud mental. Desde el más encumbrado funcionario de la Organización Mundial de la Salud a la más prestigiosa universidad; desde la figura pública más famosa al más humilde vecino, todos hablan del otro daño que ha traído la pandemia: el deterioro a la salud mental.

Desde los tiempos más remotos de la historia del hombre, la carga peyorativa, de marginalidad, de negación de oportunidades y de invisibilidad de los seres humanos que han sufrido un padecimiento mental, raya en lo indescriptible.

Ese estigma y esa discriminación, a la vez que se fueron construyendo en el cerebro de nuestros antepasados en el fluir de los tiempos, se hicieron dueños de la conciencia social. Y la creación de esa percepción social, irónicamente producto de nuestra capacidad psicológica, estableció políticas que continuamente  fueron legitimando la no inversión de cualquier  recurso (humano, económico), en la mejora de la atención y del valor al individuo, y así se cerró un círculo de oprobio e irrespeto a la persona que aún hoy no termina.

Desde mucho antes de aparecer la COVID 19, se han venido implementando procesos de cambios muy importantes en el modo en que quienes trabajan la salud mental se enfrentan al abordaje no solo del sujeto enfermo, si no al trabajo con su familia y con la comunidad. La transformación de los manicomios en espacios de rehabilitación psicosocial y el enfoque en salud mental comunitaria son dos ejemplos. De igual modo, la sociedad se ha ido abriendo, en unos países a niveles esperanzadores, en otros de manera tímida, a hablar de la enfermedad mental como otro problema más de la salud de las personas.

La COVID 19 ha traído por un lado, un amplio abanico de testimonios y de evidencias del impacto que dicha epidemia está provocando en la salud mental de los sujetos en un número muy por encima a la prevalencia anterior a la misma. Observar a la población hablar de su condición de salud mental y achacarlo a la pandemia, no deja de ser una nota positiva dentro del mal mayor. Esto disminuye el recelo hacia el psiquiatra y esperamos que también hacia los psicofármacos, pues mientras nadie se opone a los medicamentos para el control de su diabetes o su hipertensión, muchos objetan los medicamentos para su padecimiento psicológico.

Por otro lado nos quedan preguntas de las que no tenemos respuestas: qué capacidad tiene el país para atender a la demanda de estos padecimientos mentales en aumento?  Cuál es la calidad de la atención que se oferta en el sistema público? Cuál es el gasto de bolsillo que se adiciona al incremento de esa prevalencia? Corresponde al sector oficial mostrar las evidencias a esas tres interrogantes que contienen una importancia capital. Muchas veces, una crisis emergente solapa otra que ha estado por siempre ante nuestros ojos y a la que hemos sido indiferentes hasta el punto de hacerla invisible por la insensibilidad a las que nos somete el agobio cotidiano. En situaciones como esa, solo somos capaces de reaccionar a la falencia cuando nos toca la desgracia de manejar la crisis de salud mental de un familiar cercano y no encontrar respuesta alguna en el sistema de salud. Ni  al sector oficial ni al ciudadano de a pie le deben ser indiferentes esas tres cuestiones.

La convergencia de los conceptos psiquiatría, psicología y salud mental no solo renueva en su pensamiento y en su práctica a las dos primeras, si no que pluraliza el discurso y enriquece sus métodos. Hablar de enfermedad mental, de salud mental, es a todas luces, una forma conveniente de suavizar aquellos conceptos despreciativos y alienantes que tanto hemos abominado. Vamos a alimentar dicha convergencia hasta hacerla la voluntad común de todos nosotros con el fin de aliviar el dolor humano y actuar para respetar la dignidad de todo individuo con una enfermedad mental.