El novelista checo Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser (1984), dice: “La gente huye de sus penas hacia el futuro porque se imaginan, en el correr del tiempo, una línea más allá de la cual sus penas dejarán de existir”. Y esto que declara Kundera tiene la verticalidad de una plomada porque la mente humana, a pesar de su complejidad, casi siempre permite que podamos penetrar su entramado y descubrir aquí los miedos, los traumas, las pasiones, los sentimientos oscuros, los vínculos, los yoes asustados o los procesos que nos asustan, el niño socarrón que todos llevamos dentro, la nostalgia que sentimos por el poder, la fortuna o la buena hembra que perdimos, el vertebrado deseo de patear a quien creemos un adversario, la disbulia [voluntad derrotada o inhibida], los gordos deseos de venganza y, el que más nos daña de todos, el fascículo que gobierna la reacción humana ante el sujeto ofendido por mi actitud o mi discurso: pedir perdón o pedir disculpas.

Una de las limitaciones que más frecuentemente empobrece nuestra aptitud para fortalecer nuestra autoafirmación como pueblo psicológicamente estable y diferenciado, es que no hemos aprendido el uso de un modo de comunicación constructivo y de confianza con los demás. En lugar de eso, tendemos a defendernos preventivamente del otro, sospechamos del otro y tomamos precauciones sobre ese otro como si se tratara de una moneda falsa que intenta representar a la verdadera. Tendemos a rebajar al otro, no a reconocerlo; y a ensalzarlo, menos. Ese tipo de configuración dada a nuestro modo de comunicación es lo que nos lleva al  maniaco hábito de jamás reconocer que fuimos innecesariamente hostiles con el otro y, por ser así, obviamos la franqueza de pedirle disculpas a quien hemos ofendido.

Los dominicanos, talvez por las adversidades afectivas y sociales que han traspasado a las familias y por la intemperancia de muchos de sus líderes y élites en el trayecto de su historia, carecemos de una pauta de orientación conducente a una aproximación eficaz y sana hacia el otro, de ahí que preferimos sospechar y atribuir y luego admitir un equívoco, un error, pero nunca, voluntariamente, pedir disculpas.

Reconocer que el enojo del otro halla su justificación en la manera irrespetuosa o inamistosa con la que lo enfrentamos o abordamos y que por ello mediante un gesto sincero debemos solicitarle la disculpa correspondiente, constituye una experiencia enaltecedora, sin embargo, como el comportamiento enaltecedor es propio de gente que posee inteligencia interpersonal adecuadamente desarrollada y entre nosotros esta no es un hallazgo común, pues pedir disculpas se convierte en una experiencia de altísimo coste personal. Por muchos años he sostenido la idea de que, aunque ‘pedir disculpas’ no alcanza la categoría de tabú, pero la sociedad dominicana se le ha determinado con aquella valoración.

Expongamos ahora mediante un ejemplo lo difícil y talvez doloroso que nos resulta pedir disculpas a quien  hemos agraviado. En el 2019, el Consejo de la Magistratura celebraba su audiencia para entrevistar a los aspirantes a jueces de la Suprema Corte. En aquel momento, el procurador general de la República de la época se sintió impulsado a mostrarse implacable con una magistrada que, como muchos, se puso en la fila de los aspirantes. Que conste, este ejemplo no va aromatizado con la odorización de la vocinglería mediática que siempre ha servido en la RD para hacer leña del árbol caído o como chercha cada vez que se investigan crímenes de corrupción administrativa.

Desde aquel enculilloso momento vivido por la magistrada frente a las preguntas del antiguo procurador general en el 2019, me he preguntado si, cuidado, él al interrogarla tuvo lo que en psicología cognitiva se conoce como la “ilusión de Moisés”. Esa ilusión consiste en confundir el escenario, los detalles y los fines de una pregunta por quienes han de responder el cuestionario o por quien hace las preguntas. Tanto el que pregunta como el que responde pueden confundirse al atribuir erróneamente a una persona distinta, pero de nombres que suenan muy parecidos, hechos sobre los cuales se interroga, y quien cuestiona puede confundirse al suponer que el entrevistado aspira a su cargo cuando realmente es a otro distinto. La expresión tuvo su origen en 1980 cuando en una escuela del bachillerato en Tennessee, USA, los escolares del tercer año que tomaron la prueba final, al leer un párrafo que decía cuántas vacas, bueyes, gallinas, gallos, caballos, yeguas, burros y burras, etc., metió Moisés en el arca antes de que empezara el diluvio, el 80% respondió la pregunta sin darse cuenta que no fue Moisés quien metió en el arca aquellos animales sino Noé.

Los procesos de nuestras cogniciones por su complejidad a menudo nos llevan a adoptar inesperadas  actitudes de irrealidad. La probable “ilusión de Moisés” del antiguo procurador pudo consistir en que él pensara que la magistrada fue a ese concurso de oposiciones no para optar por la Suprema Corte sino por el cargo de la cúspide de la Procuraduría. Así las cosas, quizá confundido (¿?), la interiorizó como enemiga y la hostilizó con fuerte subjetividad cuando ella solo estaba allí interesada por la Suprema Corte.

Sin que nadie hasta hoy haya explicado los motivos, el antiguo procurador general se apartó del rito ceremonial que caracteriza esas clases de actos y de paso, como un bisonte hipertestosteronizado, quiso abatir con extrañas preguntas a aquella mujer de rostro sereno y de verbalización extremadamente comedida, cosa rara entre dominicanos, que para ella y los espectadores resultó en un contexto ofensivo e irrespetuoso.

Ahora, cuando el antiguo procurador general se haya “en un tris” de sufrir la más extrema de las metamorfosis, pasar de cazador sin una gota de ternura para su presa a una presa apiñada entre  muchas, recuerda aquel ruidoso incidente, apenas se atreve a decir: “fue un error”. En vez de tocarse el tórax y decir con voz reverberante: “Magistrada, en el 2019 ejecuté contra usted una conducta verbal inapropiada e irrespetuosa. Aunque tarde, pero le pido disculpas por lo que le averigüe en aquella feroz intervención, pues ahora caí en cuenta que con el correr del tiempo mis penas  [‘mis culpas’] no dejan de existir”.

¿Pero por qué el antiguo procurador se limitó a decir que cometió un error en vez de solicitar ser disculpado por quien resultó ofendida? Ah, porque  los pueblos moldeados por la estridencia y el aplauso del escenario público siempre van de la ofensa al conflicto, y pedir disculpas representa reescribir en el folio de la ofensa que lo que dije o hice estuvo mal y que luego descubrí que mis penas [o ‘mis culpas’] con el tiempo no dejan de existir, como escribiera el novelista Milan Kundera.