Los términos que dan título a este artículo tienen un orden lógico, querido y pensado. De izquierda a derecha estamos en el campo del razonamiento práctico, pero a un nivel reflexivo; esto es, en el nivel en que pensamos nuestras vidas como sujetos capaces (Ricoeur), como sujetos agentes y pacientes. De izquierda a derecha comprendemos la vida misma como coautores en la medida en que habitamos el mundo en la inserción a una historia dada previamente. La sociedad nos antecede y nos incorpora a “su” mundo y es en este mundo suyo en donde desplegamos y desvelamos el propio y particular modo de ser.
De derecha a izquierda, iniciando por las acciones, también estamos dentro del campo del razonamiento práctico; pero aquí no buscamos comprender el sentido de la vida sino su ejecución en el instante, la invención de sí mismo en lo cotidiano. Aquí es donde tomamos la iniciativa de intervenir en los acontecimientos del mundo a través de las acciones puntuales. Si en el movimiento anterior estábamos a un nivel reflexivo, en lo proyectado hacia adelante, aquí nos movemos en la rememoración de lo acontecido, de lo realizado.
Analíticamente las prácticas son las unidades mediadoras entre el proyecto y las acciones. El extremo mayor está regido por el proyecto como prospección de una vida. La imaginación es la facultad que nos permite “configurar” el contenido del proyecto, darle contornos claros y lúcidos a lo que está ausente-distante en el futuro. No hay un único proyecto definitivo; sino variaciones de un mismo fin que se encarnan en ejecuciones particulares. Este fin último, desde la perspectiva del proyecto, es la “vida buena” (Aristóteles).
Un proyecto ideado no se convierte en realidad si no se inscribe en unas prácticas, de las cuales adquiere su sentido. Entre el proyecto y las prácticas conjeturamos planes de corto o largo alcance que más tarde propiciaremos con entusiasmo; pero que están sujetos a las contingencias de las circunstancias. A veces un plan de vida nos funciona, otras veces las propias circunstancias nos obligan a “tantear” en otros planes, ejecutables en otras prácticas, aunque el proyecto global sea el mismo. Lo ideal es hacerlo todo como si enteramente dependiera de mí, a sabiendas de que no todo depende de mí.
Las acciones son las unidades mínimas en esta triada enunciada en el título. Son las vías observables que denotan, frente a los ojos de los demás, nuestras prácticas y proyectos. Ellas, las acciones, admiten la valoración moral en la medida en que son atribuibles a un agente y evaluables a partir de cierto código. Pero en principio ellas deberían gestionarse desde un principio ético que las sustenta y las justifica como partes de las prácticas que llevan al proyecto.
Si las acciones no se realizan, las prácticas no alcanzan el proyecto deseado. Por ello es que Aristóteles defendía la felicidad como fin último de toda vida humana y la definía como una actividad en la que se actúa habitualmente conforme a reglas y en la que se “conformaba” nuestro carácter como virtuoso. En este sentido, la vida ética, la felicidad y la “vida buena” son una y misma cosa.
A nadie debiera sorprenderle el hecho de que de la felicidad solo es admisible hablar en pasado. Nadie puede hablar en futuro en torno a la felicidad a no ser como un proyecto de largo alcance que debe “adornar” (en el sentido de Areté griego) a la persona desde la totalidad de una vida. Por esta razón, solo al final sabremos si hemos sido felices o, en su defecto, si hemos vivido plenamente y hemos sido virtuosos.
Ahora bien, creo que no debemos esperar al final de nuestros días para mirar retrospectivamente la consecución ética de nuestro proyecto de vida. Cada final de año es plausible realizar un corte y ver el ciclo vital que concluye para todos como una unidad narrativa en la que he sido el autor y el protagonista, junto a otros coautores y protagonistas.
El fin de año es un buen motivo para reevaluar el “tanteo” que he ejecutado en mis acciones y prácticas en la búsqueda de la felicidad. Una vida no reflexionada es una vida no vivida (Sócrates).