Ciertos grupos, que hemos calificado con sobradas razones en esta columna como fundamentalistas anti mineros, están muy satisfechos con el hecho de que, desde principios de enero del presente año, el proyecto minero Romero, localizado en la empobrecida comunidad de Hondo Valle, provincia de San de la Maguana, haya quedado varado por sus protestas, marchas y pancartas desafiantes.

Estos grupos parten de dos supuestos falsos: primero, que la sostenibilidad ecológica que ellos proclaman no es compatible con la sostenibilidad económica y social que pretendemos, lo cual significa que debemos aceptar sus planteamientos de no tocar los recursos no renovables (valor supremo), aun cuando ello implique fomentar la exclusión social y aumentar la pobreza en sus diversas categorías conocidas; y, segundo, que  el mencionado proyecto implicaría la “devastación ambiental” de la zona o la contaminación y daños irreversibles en la cuenca y nacimiento del río San Juan.

En relación con el primer supuesto, podemos decir que la sostenibilidad no solo está orientada “…a preservar y mantener la base ecológica del desarrollo y la habitabilidad, sino también a aumentar la capacidad social y ecológica de hacer frente al cambio, y la capacidad de conservar y ampliar las opciones disponibles para confrontar un mundo natural y social en permanente transformación” (ver: Gallopín, Gilberto. Sostenibilidad y desarrollo Sostenible: un enfoque sistémico. CEPAL, 2003). 

Ello sugiere el control efectivo de las actuaciones humanas y sus consecuencias sobre los ecosistemas, lo mismo que el mantenimiento del equilibrio posible entre los insumos y productos materiales, minimizando los factores de perturbación de los ecosistemas, tanto locales como globales.

En otras palabras, como la dominicana es una economía abierta y dinámica (no cerrada o estacionaria), deberíamos entender que la discusión no debe centrarse en la pertinencia o no del aprovechamiento de los recursos naturales no renovables, sino en el nivel de responsabilidad y de compromisos concretos que efectivamente puedan asumirse en el nivel de las instancias políticas y en el plano de los actores sociales localizados en el radio de acción de los proyectos de inversión.

Los elementos señalados resumen muy bien los contenidos clave de lo que hemos llamado minería responsable y sostenible, concepto que no es una frase hueca inventada por los intereses actuantes. Se trata de una visión sistémica del desarrollo eminentemente crítica y moral que deriva de más de cincuenta años de prácticas irresponsables y egoístas en el ámbito de la explotación de los recursos mineros. Su alcance exitoso debe suponer un cambio direccional que arrastre consigo por necesidad el progreso del sistema -no el regreso a las cavernas-, bajo la premisa de obligaciones concretas intra e intergeneracionales. 

En cuanto al segundo supuesto, debemos decir que es la síntesis de los prejuicios, la ignorancia deliberadamente exaltada y la repetición de generalidades y falsedades por las famosas redes sociales (en la que ha encontrado buen cobijo la maldad regresiva), además de las aviesas y soterradas intervenciones de determinados intereses políticos, siempre prestos a sacrificar y estigmatizar cualquier iniciativa de desarrollo pertinente del gobierno de turno si ello asegura un vuelco a su favor de las preferencias electorales.

En este contexto, ¿qué es lo que debemos hacer ahora con el proyecto Romero?

Como lo ha reiterado en varias intervenciones públicas el ministro Isa Conde, lo que procede es que el Ejecutivo apruebe el otorgamiento del título habilitante, condicionada tal aprobación, como lo manda la ley, a la obtención de la licencia ambiental y realización efectiva de una consulta social, siempre garantizando la más amplia participación de los habitantes del área del proyecto.

La obtención de tal licencia obviamente está supeditada a la elaboración por parte del ministerio de Medio Ambiente de unos términos de referencia para la contratación de una empresa acreditada independiente. Su única misión seria iniciar y concluir el estudio de factibilidad ambiental del proyecto. Sobre las bases de las conclusiones de este estudio, se otorgaría o negaría la susodicha licencia ambiental.

Por otro lado, es menester la realización de una consulta comunitaria, agotando previamente una labor de orientación sobre las características y alcances del proyecto. Nadie duda que todos los emprendimientos mineros deben contar con la aprobación de las comunidades involucradas, bajo la condición de suministrarles con anticipación a ellas información fidedigna y comprensible, satisfaciendo al mismo tiempo todas las exigencias que en este sentido demanden sus auténticos líderes. 

Por último, el gobierno  debería comprometerse solemnemente a invertir absolutamente todos los beneficios derivados del proyecto en la recuperación de los acuíferos de la zona, los cuales muestran hoy altos niveles de deterioro en ausencia de actividad minera; así como, en el desarrollo de acciones puntuales encaminadas a fortalecer la competitividad de su sector agropecuario, vigilando e informando a la ciudadanía sobre el cumplimiento de tales obligaciones (que incluirían, además, las consignadas en la declaración jurada firmada en su momento por la empresa y el ministerio de Energía y Minas).

¡No es sonando latas ni conduciendo torcidamente a la población la manera más apropiada de ponernos de acuerdo en torno a un proceso cualitativo de concretización virtuosa de las potencialidades nacionales!