El primer cuento que intenté escribir aspiraba a sintetizar los momentos finiseculares de la vida mi abuelo Francisco Paulino Herrera. Mientras mi mente forcejeaba con aquel proyecto que resultó fallido, más que pensar en la “técnica” de algunos maestros del cuento que había leído (Rulfo, Onetti, Borges, Maupassant, Poe, Arreola, Ribeiro y un largo etc.), rememoraba los cuentos maravillosos que a los niños del lugar nos relataba un hombre llamado Eulogio Peña. Eran historias sobre un tal Juan Bobo y un tal Pedro Animal, narraciones que hablaban de las bellaquerías del diablo, de la diabla y sus diablillos, de granos mágicos que convertían pequeños árboles en enormidades inconcebibles en el ámbito de la vida real, de serpientes inmensas como leviatanes y perros que hablaban con más soltura y juicio que muchos humanos.
Nunca averigüé cómo ni cuándo llegó Eulogio Peña a la casa del abuelo. Sólo recuerdo que era un hombre de cuerpo magro, casi volátil, de tez pálida y mediana estatura, que andaba casi siempre desnudo de los pies y de la cintura hacia arriba.
Y para los niños que disfrutábamos sus historias, las noches se nos vaciaron de encantos
Al igual que “Popo”, Eulogio se las pasaba entre labores agrícolas, a las que sumaba la crianza de gallos y gallinas de “calidad”. Recuerdo que una de las principales maravillas de mi infancia era descender hasta el gallinero que él poseía en una de las propiedades de “Papancho” donde contemplaba como un prodigio de la naturaleza la gama variopinta de aquellos animales de ambos sexos y variadas edades.
A Eulogio siempre lo acompañaba una tos persistente producto de su consagración sin tregua al abuso del tabaco. A veces desde una larga distancia lo escuchábamos toser y decíamos “ahí viene Eulogio”. También frecuentaba el alcohol con bastante entusiasmo, pero nunca con la misma devoción que los cigarrillos.
Recuerdo las noches de cuentos, con un cigarrillo encendido llevándolo y apartándolo de sus labios, al tiempo que nos iba encantando con sus leyendas que no sabíamos de dónde las había sacado, pero que sí sabíamos que actuaban como un bálsamo sobre nuestros cuerpos estropeados por el trabajo y las múltiples aventuras de cada día.
Siempre rememoro aquella noche en casa del viejo, en la que, en torno a la velada sazonada con los comentarios acerca de la política, la cosecha, el precio del cacao y el café, un señor nombrado Juan Muñoz, conversador infatigable y permanente en aquellas tertulias nocturnas, le dijo a Eulogio (movido sin duda por la frecuente e inoportuna tos de éste):
-Eulogio, usted debiera dejar ese ron que tanto daño le hace.
-Usted sabe don Juan yo he pensado lo mismo-apuntó Eulogio-.Es probable que de este año no pase sin dejarlo.
Y don Juan Muñoz (hombre medio filósofo, aquel de quien escuché la frase “pues yo para héroe muerto limpiabotas vivo”) se atrevió a ir mucho más lejos en su intromisión:
-Y también debiera usted dejar esos jodidos cigarrillos que lo están matando.
Eulogio volvió a toser de forma estruendosa y dijo, con signo de inocultable molestia:-Pues mire don Juan que no. Yo el ron tal vez lo deje, pero los cigarrillos no; además, de algo tiene uno que morirse.
Un día llegó a la casa de “Papancho” la madre de Eulogio, enterada del deterioro de la salud de su hijo. Fue con la decisión de llevarse al quebrantado para Santiago (donde ella residía) para someterlo a un tratamiento de depuración de sus pulmones. El hombre no quería marcharse, no quería ausentarse del lugar donde estoy seguro se había sentido más libre en toda su vida.
Al final terminó convencido por don Pancho de que era lo mejor para su salud. El viejo le dijo que inmediatamente mejorara iría a procurarlo para traerlo de regreso a aquella casa que era la suya.
Así que a Eulogio Peña no le quedó más remedio que ausentarse, torturado por la pena de haber dejado abandonado sus gallos, sus gallinas y sus otros afanes. Y para los niños que disfrutábamos sus historias, las noches se nos vaciaron de encantos.
Menos de un año después nos llegó la noticia de que Eulogio Peña había dejado de existir, dicen que producto de una neumonía complicada, pero pienso que dicho quebranto no fue más que la simple consecuencia de la forma forzosa en que fue arrebato del lugar de su verdadero acomodo.