A partir de los noventa, y por efecto del ingreso de la República Dominicana a la Organización Mundial de Comercio (OMC), solo algunas leyes han atendido a priori, los riesgos de los efectos nocivos del monopolio; también a través de regulación de incentivo, se atiende a la situacion, en ciertos contratos de concesión que gobiernan monopolios naturales. Sin embargo, la reforma constitucional de 2010, mantuvo la excepción para establecer monopolios en provecho del Estado, heredada desde 1960, pese a ser la segunda, luego de la Constitución de 1963, en declarar la libre y leal competencia como derecho fundamental.
El Estado dominicano, ha dejado de ser empresario, salvo en algunos rubros, donde todavía mantiene participación mixta. Pero tiene importantes facultades para otorgar, a través de contratos de concesión, derechos de explotación. Es además, el agente económico que más se beneficia de la subcontratación de toda la economía. Desde el diseño y negociación de tales licitaciones y concesiones, es preciso restringir el poder de mercado que pueden derivar sus beneficiarios.
En mi opinión, la excepción que permite los monopolios "en provecho" del Estado es un desvío ilegítimo de la teoría general de precios monopolísticos y debe ser eliminada; es contraria a los principios de proporcionalidad e igualdad y al propia razón jurídico-económica que prohíbe los monopolios.
En tanto, la regulación de todo contrato de concesión, por ley adjetiva y/o en su propio cuerpo normativo, debe integrar elementos claves de la teoría económica. Lo mismo las licitaciones públicas organizadas para su adjudicación. Una concesión o licitación donde no estén anticipadas y controladas las distorsiones sobre precios y otras condiciones de prestación, que se facilitan a todo aquel con poder monopolístico o poder de mercado, es contraria al interés público y social.
Conforme explica el Jean Tirole, premio nobel de economía en 2014, en su obra, "La Teoría de la Organización Industrial", es preciso regular la prestación del monopolio, de modo que estén prohibidas las fijaciones de precios por encima del costo marginal, y eliminar el peso muerto en detrimento del bienestar de la sociedad, así como, a establecer criterios objetivos para posibles segmentaciones, antes de sus posibles efectos nocivos.
La rentabilidad del monopolio no siempre debe tomarse como expresión de bienestar, explica el autor. Es posible que haya despilfarro en desmedro del beneficio social. Si una explotación es licitada y concesionada, sin el debido tratamiento de estos elementos, su constitucionalidad está comprometida. La autoridad delegada, habrá desviado la función económica del Estado, al prohibir los monopolios.
Los regímenes constitucional y administrativo dominicanos, deben anticipar su entendido sobre los elementos que configuran el poder de mercado del Estado-empresario, sus concesionarios y contratistas. Las posibles distorsiones en el precio, en los costos y conductas destinadas a procurar rentabilidad, de esos agentes económicos, deben ser objeto de regulación ex-ante. Asimismo, el derecho público-económico dominicano, necesita administrar criterios de examen respecto de las ventajas, estrictamente técnicas, que la teoría económica reconoce al monopolio, tales como la duplicación antieconómica de costos fijos, en investigación y desarrollo, entre otros.
La prohibición del monopolio y su excepción, tal cual se declaran en la Constitución, sin estar acompañados de criterios técnico-jurídicos derivados de la teoría económica, son un falso paradigma. Una literalidad histórica, bien intencionada, en lo que respecta a la prohibición general, pero que no ha gozado como ocurrió en otras jurisdicciones, de una evolución en las reformas constitucionales, en la jurisprudencia o legislación, que les dieran alcance y correcto sentido.
La función económica del Estado, respecto de la cuestión de monopolio, reside en prevenir y corregir las distorsiones al poder ejercido abusivamente y admitirla cuando queden demostrados sus beneficios sociales. La ventaja que la Constitución ofrece al Estado, resulta contraria al interés público y social.
Para verlo, no es necesario, aunque seduzca, declararse nihilista, como el bien recordado Peix Pellerano. Basta cuestionarse la razonabilidad económica y por ende, democrática, de la norma. Negar, como enseñaba el magnifico autor, la sustancia esa verdad sistemática, porque carece de ella.